“Ya llevo como
diez especialistas: infectólogo, cardiólogo, nefrólogo, angiólogo, otorrinos…
De esos llevo ya seis…”, comentaba mi padre en sus últimos días de vida. Él
insistió mucho, desde aquellos años cuando yo lo acompañaba a pasar visita en
los hospitales o en las casas de sus pacientes, en la importancia de que la
gente muriera en su casa y en que el papel del médico era “ayudar a la gente a
bien morir”, más que darle medicinas. Mi padre creía que el buen internista debía
ser capaz de diagnosticar las enfermedades y estar al tanto de las condiciones
de vida de la sociedad y de la epidemiología, pues eso ayudaba a ser más
atinados en el diagnóstico clínico.
Recuerdo que
cuando éramos niños decía que no le convenía que saliera mucho tiempo de
vacaciones porque entonces sus pacientes se iban a dar cuenta de que no
necesitaban de médico sino en realidad de alguien que los escuchara. Estaba
conciente, además, de que muchos de ellos mejoraban con sólo ir a verlo y que
no era tanto el tiempo que dedicara a “agarrar panzas” y percutir el hígado de
cada paciente lo más terapéutico de la consulta, ni tampoco lo era el efecto de
la medicina que les recetara, sino, en buena parte, “el chisme”. Fue a partir
de él que aprendí que la gente tiene una necesidad de narrar que años más tarde
los antropólogos de la medicina y de la salud resaltarían como parte importante
de la llamada medicina humanista (en el sentido del “enfoque humanista” de la
psicología, con Carl Rogers y otros seguidores). Con humor y cierto orgullo
comentaba que “se curan con sólo ver al Dr. Morán”.
De los peligros
de la hipertensión arterial nos advirtió a hijos y sobrinos, pues insistía en
que tenía que ver con un “defecto de fábrica” que llevamos los miembros de la familia
Morán. A pesar de su insistencia en que sus pacientes y sus familiares no
tomáramos medicina en exceso, yo solía comentarle que su desayuno parecía de
astronauta pues tomaba varias cápsulas y pastillas después de los alimentos
sólidos de la mañana, entre ellas las destinadas a reducir la presión. En sus
viajes a Lagos y a León y algunos otros fuera de Guadalajara, solía llevar una
cajita con múltiples medicamentos y comentaba que tenía que tomar “como ochenta
pastillas” antes de comenzar el día y otras tantas antes de dormir.
Aunque le
encantaba charlar con sus colegas sobre casos clínicos y epidemiológicos, no le
gustaba ir con los médicos como paciente y una de las razones que aducía para
evitar esas visitas era que le iban a recetar “catorce cosas” y que, además, “¿quién
va a saber más de medicina que el Dr. Morán?”. Que mejor él se recetaba solo.
Algunas veces, ante sus negativas a ir a consulta, le insistí en que de esas
catorce cosas, él tendría el conocimiento suficiente para saber cómo reducir esa
cantidad y quedarse únicamente con siete de ellas. Supongo que de algún modo
siempre estuvo haciendo cálculos químico-matemáticos cuando le recetaban
determinados medicamentos.
Hace un par de
años, cuando él todavía dirigía el Consejo de Trasplantes, le dijo a mi esposa,
a la que conocí por él y quien en ese entonces era su colaboradora, acerca de
su insuficiencia renal. “Y no me voy a dejar dializar”, enfatizó. La primera
vez que fui a verlo a su casa después de esa noticia, acompañado de mi hijo
menor, que comenzaba a caminar y a explorar el mundo, no pude hablar con él
acerca de la insuficiencia pues se me arrasaban los ojos al intentar abordar el
tema. Usé de pretexto el que mi hijo no dejaba de explorar su casa y que yo lo
seguía por todas partes para retirarme a mi casa y seguir el llanto. Días más
tarde me dijo, por teléfono, que “la insuficiencia es algo de esperarse en un viejo de ochenta años. Ya mis riñones han
funcionado mucho tiempo y han dado lo que podían dar, así que no se puede hacer
mucho más. Ni diálisis ni trasplante”.
El primero de
junio de 2011, estando en su casa del fraccionamiento Paseos del Sol, se negó a
que lo lleváramos al hospital y, en contra de sus indicaciones, le hablé a Juan
José Morales, quien es mi amigo gracias a ser hijo de Alfonso Morales, uno de
sus compañeros y amigos desde sus épocas en el Instituto de Ciencias y en la
Facultad de Medicina. Juan José pidió que lleváramos a mi padre al hospital y
mi padre se negó, así que salí de su casa y fui a trabajar. Minutos después, me
habló Lourdes, su esposa, para decirme que iban saliendo al Hospital de la
Trinidad. Juan José y yo llegamos, cada uno desde distintos puntos de origen, llegamos al mismo tiempo al hospital.
Lo encontramos en urgencias y ya con la bata de hospital. Al llevarlo, en la
silla de ruedas y con ese atuendo, una de las monjas le preguntó: “¡Dr. Morán!
¿Qué anda haciendo por acá en silla de ruedas?” A pesar de estar casi en shock,
le contestó: “¡me estoy muriendo! Por su culpa, porque ustedes no rezan bien”.
Minutos después, efectivamente tuvo un infarto y su cardiólogo, Jesús Espinosa,
no sólo llegó oportunamente, sino que actuó a tiempo para llevarlo a
resucitación y a cuidados intensivos.
Del hospital de
la Trinidad salió cinco días después, mismos que a él le parecieron años. Entre
las alucinaciones que tuvo en esos días imaginaba que se trataba de una fiesta
y a veces preguntaba, ante la visita de alguno de sus amigos o ex – alumnos:
“¿quién invitó a (fulano) a la fiesta?” A veces decía que ya estaba cansado de
ese experimento y que se quería ir a su casa. Cuando le preguntaban los
residentes en dónde vivía, él contestaba “en Santa Anita” (y no en Paseos del
Sol). Después de ese periodo en el hospital, ya nunca regresó a dar consulta.
Sólo volvió a su consultorio, semanas después, para seleccionar los libros que
se llevaría a su casa en “el latifundio” en Santa Anita. Ya en el último fin de
semana de mayo de 2011, me había contado que la consulta del jueves anterior (26
de mayo), le había costado mucho trabajo moverse de su silla, detrás del
escritorio, al sillón que tenía junto a la cama de exploración. “¡Y para
levantar el estetoscopio!, ¡Y para percutir a los pacientes! Más parecía que el
paciente era yo cuando les pedía que me ayudaran a pararme para volver al
escritorio”.
Mi padre era
miembro de un comité que en el 2013 organiza los festejos por el 450
aniversario de la fundación de Lagos de Moreno. Me comentó que habría una
reunión de ese comité el 9 de marzo en la Casa de la Cultura de Lagos, pero que
él no podría ir, y me pidió que fuera en su lugar. “¿Y qué les digo si me
preguntan? Yo sólo sé que Lagos es el orgullo de la humanidad y el Dr. Morán es
el orgullo de Lagos. ¿Les digo eso?”, le comenté, anticipando que mi papel no
podría ser el mismo que él desempeñaría. Se me quedó viendo y dijo: “pues sí:
tú habla bien de Lagos y de tu padre”. Así que fui a la reunión, que en
realidad fue poco ritual y se enfocó a los aspectos prácticos de la celebración
del aniversario. Volví con un breve reporte de lo sucedido en la reunión y con
una lista de los nombres de quienes le mandaban saludos desde su ciudad natal.
El último mes de
vida de mi padre, del 16 de marzo al 17 de abril, fue para él doloroso física y
moralmente, pues se sentía, según su propia expresión: “totalmente desforzado”.
Tuvo ingresos en el hospital en junio, octubre y diciembre del 2011 y solía
decir que se había envejecido especialmente después de octubre. En octubre lo
habíamos llevado a Puerta de Hierro-Sur un día húmedo y lluvioso y en un
principio también se negó a ir diciendo: “ya me voy a morir aquí, ya ni vale la
pena el viaje”. A pesar de ir recostado en el asiento de atrás de su camioneta
entre Lourdes (su esposa) e Irene (mi esposa), mientras yo manejaba por el
camino de terracería que hay entre el latifundio y el Camino Real de Colima,
dijo, un poco con el humor de la abuela Mercedes: “¿Por qué tanto brinco? ¿Se
necesita tanto brinco?”
A pesar de que
en las últimas semanas de vida se sintió débil y adolorido de las rodillas, los
brazos, la espalda, entre otras partes del cuerpo, comentó en algún momento:
“estoy viejo pero todavía no me quiero morir”. Y, ya con los tapones en la
nariz por el sangrado nasal que le comenzó desde el 15 de marzo, se quejaba de
que no podía respirar por la boca. Cada mañana, al salir de su recámara, de la
que insistía en que levantara su esposa y quienes estuviéramos en su casa,
preguntaba la hora y pedía que paráramos frente al espejo “para ver cómo me
veo”. A veces decía: “¡huy qué viejo me veo hoy!”. Pero también era frecuente
que dijera: “¡Qué guapo!” y que se acomodara algún mechón de pelo que él
consideraba fuera de su lugar. La mañana del martes 17 de abril, al salir,
rumbo a que le pusieran un nuevo catéter en el Hospital Puerta de Hierro-Norte,
comentó: “hoy me veo más joven que ayer”.
Hablé por
teléfono con él, un rato más tarde, como a las 12:30, pues su esposa me dijo
que él me esperaba en el hospital y me comunicó con él. Le expliqué que estaba
revisando una tesis de una estudiante de El Colegio de Jalisco y que luego iría
por sus nietos (mis hijos) a la escuela a las dos de la tarde. Le prometí ir a
verlo después de comer. Me comentó: “pues aquí estoy otra vez. Para que veas
qué influyente, con un cuarto más grande y más elegante”.
Su procedimiento
comenzó a las tres de la tarde, así que lo visité cerca de las cinco. Lo
saludé, me pidió que le hiciera masaje en el pie izquierdo, pero luego pidió
que fuera Lourdes quien se lo hiciera. Entre ella y yo lo volteamos en la cama de
hospital, una de esas camas de las que siempre se quejó y se quedó dormido
plácidamente, por un periodo más largo de lo que había sido su costumbre en las
últimas semanas. Un rato después regresé a mi casa. Mi hermana y mi sobrino
estuvieron con él esa noche y lo acompañaron mientras él cenaba.
La siguiente vez
que lo vi, ya no había más prisas por cambiarlo de posición, por ayudarle a
cambiar de silla o de alguna silla a la cama. Sus parientes, sus pacientes, sus
colegas, sus amigos, sus compañeros, nuestros familiares, nuestros estudiantes,
nos han recordado una y otra vez que, aunque da mucho trabajo morirse, también
es algo que nos sucederá a todos. Aun a los que han sido tan queridos como él…y
a los que extrañaremos en tantos de nuestros actos cotidianos.