Mi esposa, que
es abogada, me dice que las promesas hechas de manera verbal, al menos en
nuestro país, generan compromisos y obligaciones tan fuertes como si se hubiera
firmado un contrato. El problema, me parece, es que rara vez tenemos testigos y
si los tenemos, estos no siempre tienen la memoria o la disposición para recrear
el momento en que ellos estuvieron como terceras personas de la promesa entre
la primera y la segunda.
Hace unos días, en son de broma, mi hermano me comentó que me regresaría
el carro que yo le había prestado el fin de semana en que él estuvo en mi
rancho globero y escasamente bicicletero, y me preguntó: “¿y si me pagas este
carro con la bicicleta plegable que tienes en tu casa?”. “Es un buen pago”, le
contesté, “porque este carro cuesta más que la bicicleta”. Aunque sabemos que
los dos vehículos son “míos”, aunque quizá tendría que buscar en mis archivos
para demostrarlo, más allá de las declaraciones de testigos que pudieran ser
memoriosos y dispuestos, mi cuñada aprovechó para señalar: “pues mejor véndeme
la bicicleta”. “Ándale pues”, respondí. Y detallamos precios y condiciones. Los
tres sabíamos que se trataba de una broma y jugábamos a hacer negociaciones
mercantiles sin tener la intención del intercambio de un bien material por un
monto de dinero.
En un momento de la conversación, mi cuñada, que también es abogada (y
además tan inteligente como su concuña, como para escoger esa misma profesión y
también haber seleccionado como sus actuales maridos a dos hermanos tan bien
parecidos entre sí), señaló: “¡híjole!, ya estamos obligados a comprar la bicicleta después de esta promesa de compra”. La
conversación no pasó a más, quizá porque caí en la cuenta de que yo estaba
también obligado a venderla después de esa promesa de venta, así que mejor me
quedé callado y ya ninguno de los tres prometió cosa alguna y simplemente
recibí mi carro de regreso. Asunto concluido.
La anécdota me deja, empero, con la reflexión de qué tan comprometidos se
sienten quienes prometen algo, ya sea con la intención de cumplir, ya sea con
la intención de obtener algo a cambio de una simple promesa. Vamos por parte,
al estilo de Jack (aquel del Londres decimonónico). Si Max Weber señalaba que
su intención al hablar de los tipos de dominación NO incluía la dominación que
una esposa ejerce sobre el marido para que éste se comprometa a determinada
acción, me parece que el asunto de las promesas SÍ debe abordarse desde una
perspectiva más íntima antes de pasar a una más pública.
En el ámbito de lo íntimo, supongamos que un esposo le reclama a su
cónyuge: “pero si tú prometiste serme fiel y no andar de coscolina con algún
otro que te dijera cosas bonitas y te llevara flores en tu cumpleaños. ¡Tú lo
prometiste!”. La mujer bien podría responderle: “sí, pero recuerda que tú
prometiste ser romántico y conservarte joven delgado, guapo, perfumado y
platicarme cosas que atrajeran mi interés. Fuiste tú quien rompió su promesa
primero, pues ni me traes flores, ya ni digo que te dejaste crecer la panza y
dejaste caer todo el pelo y todo el perfume y además sólo refunfuñas en vez de
platicar”.
Ante este recíproco incumplimiento de promesas, que a veces se complica
porque los efectos de las feromonas, del alcohol, del perfume de ella y de él,
han dejado de ser tan poderosos como lo fueron en sus primeras aplicaciones (ningún
fabricante de esas sustancias garantiza que seguirán influyendo indefinidamente
en el objeto de nuestros encantamientos amorosos), no queda más que reconocer
que, aunque los demás no cumplen sus promesas, tampoco somos nosotros un
dechado de verdad, virtud y tino en la predicción y es poco frecuente que
sepamos las condiciones en que transcurrirán nuestras vidas, carreras laborales
y profesionales como para andar por la vida prometiendo cosas que luego ya no
podremos cumplir.
Así que en algún momento tenemos
que retirar nuestras promesas o liberar a los demás de cumplir sus promesas y
compromisos contraídos en otros momentos y condiciones. Y, si no lo hacemos,
pues decepcionar a los demás o sentirnos defraudados por los otros.
Visto que ni siquiera los novios o cónyuges que se prometen y juran, e
incluso firman sus promesas y compromisos, pueden o están dispuestos a cumplir,
o incluso hasta pierden la memoria, haya o no testigos de promesas y
compromisos, en el ámbito de lo público, la cosa es más complicada. Resulta que
cualquier funcionario público que prometa resolver algún problema de esos que
sólo se resuelven con la intervención de trámites, papeleos y billetes de por
medio, no necesariamente sabe qué pasará con las acciones de sus subordinados
(¿lo obedecerán?) o de sus superiores (¿lo escucharán y cumplirán sus
obligaciones normativas?). Ni tampoco el plomero sabe si la ferretería estará
abierta para conseguir el material que dijo que serviría para resolver la fuga
de agua que tenemos en mitad de la sala de nuestra casa; ni siquiera el que
repara las llantas está seguro de que habrá electricidad para echar a andar la
compresora de aire, así que también puede incumplir su promesa de resolver el
problema de una llanta baja con la misma rapidez al usar una bomba de mano. Es
más: ni siquiera el pastor puede prometer a su grey la salvación, pues no
conoce la cantidad de cochambre de las almas de cada uno de ellos, ni tampoco
conoce con exactitud (a pesar de los siglos de controversias doctrinales y de
conflictos inter-religiosos) los criterios por los cuales los dioses decidan
preservar (y en dónde) los espíritus de los creyentes o de los infieles.
Hacer una cita con alguien conlleva una promesa implícita, que, en
términos explícitos debería rezar más o menos así: “te prometo que estaré
presente en determinado lugar, a determinada hora de determinada fecha”. A
veces la promesa debería extender algunas de sus condiciones y la gente añade
lindezas como “con la tarea hecha y corregida”, o “con el mismo y más amor que
el te profesaba ayer”, o “con el mismo deseo y lujuria por tu hermoso cuerpo y
sonrisa como la que te mostré en la más reciente ocasión”, o “con la inteligencia
y buen humor que siempre me caracterizan”, o “tan informado y dispuesto a
trabajar como siempre lo he hecho”.
Pero, como ya dije, normalmente la gente se queda con establecer la cita
con unas cuantas coordenadas explícitas y deja las demás condiciones en el
campo de lo implícito. Así que las condiciones externas y fuera del control de
la persona, rara vez se expresan más allá de una generalizadora y ambigua
condición como “si Dios quiere”.
De tal modo, recuerdo que mi padre solía comentarles a sus pacientes que
veía en perfectas condiciones de salud: “está usted muy bien, regrese dentro de
veinte años”. Y, veinte años después, algunos de esos pacientes volvían a
cumplir puntualmente la cita que el médico les había dado en la misma fecha de
dos décadas atrás, por la tarde. Mi padre estableció varias de esas citas
durante su vida profesional y rara vez fallaban los pacientes, a menos que el
padecimiento no fuera como para aguantar vivos los siguientes veinte años.
Seguramente algunos de los pacientes que él citó están cayendo en la cuenta de
que su médico ya no podrá cumplirles su promesa y no estará presente en la cita
en la que prometió estar presente. Lo bueno es que también él solía añadir,
tras una pausa que parecía ser la definitiva tras la despedida: “si Dios
quiere…”.
Recordemos que ni siquiera las compañías aseguradoras te garantizan que
seguirás viviendo, sino sólo dan la garantía de que si te mueres y además lo haces bajo
las condiciones estipuladas, ellos prometen cumplir con el pago de determinadas
cantidades a los deudos, pero sólo en el caso de que estos (y no otros no
especificados por escrito) sigan existiendo. Todo claro.
En estos tiempos que en nuestro país son pre-electorales, solemos
encontrarnos con una gran cantidad de promesas de los candidatos a diversos
puestos en diversos ámbitos de los poderes legislativo y ejecutivo. Una de las
debilidades que suele señalar mi inteligente esposa a esas promesas es la de
que no dicen cómo van a lograr lo que prometen, ni de dónde van a sacar los recursos
esos políticos para cumplir aquellas promesas. Aun suponiendo que tus amigos,
tu pareja, los candidatos del partido y orientación política y económica de tu
preferencia pudieran cumplir sus promesas, queda la inquietud de si, verbales o
por escrito estarán en condiciones de cumplirlas. Recuerda, también que ellos
están esperando llegar a esos puestos desde los que supuestamente cumplirán lo
que prometieron, en caso de que les des tu voto, es decir, “si los electores
quieren”.
La pregunta que queda en el aire es: ¿cuántos enamorados, funcionarios,
amigos o políticos conoces, que cumplan TODAS sus promesas y a los que nunca se
les haya atravesado una marcha, unas curvas bien torneadas, un embotellamiento,
una charla que se prolongue, una crisis financiera, algún calentamiento global,
alguna oposición parlamentaria, algún recorte presupuestal, alguna tentación
alternativa que les impide cumplir sus promesas?