“¿Y yo qué culpa tengo?”, planteaba quejosa
una madre-maestra-ama de casa por la celebración del día de las progenitoras. “Cuando
es día del niño, no hay clases; cuando es primero de mayo, o cinco de mayo, o
día del maestro o del estudiante, tampoco hay clases. Así que las maestras nos
mandan a nuestros hijos a la casa. ¿Y por qué también tenemos que cuidarlos en
casa el día de las madres para que no nos dejen hacer nada de nuestras labores
y se nos acumulen los pendientes y las angustias?”
Evidentemente,
son muchas más las víctimas de esta celebración: riñas en las puertas de los
restaurantes atestados, choques por quienes van a saludar a la madre y a la
suegra (o a las múltiples exsuegras y suegras actuales), quienes recuerdan con
más énfasis este día con el toquido de los cláxones a los atravesados e
impertinentes apresurados por motivos similares. Y todo por culpa de Roosevelt.
La desventaja en México es que con gran frecuencia los patrones, los
sindicatos, los gobiernos, los hijos de esto y lo otro y hasta nuestros vecinos
nos quitan un día laboral y muchas horas productivas para una celebración que
en el contexto anglosajón se traslada simplemente al segundo domingo de mayo.
Claro
que “madre sólo hay una”, “¡¿pero por qué tenía que tocarme a mí?!”, se
plantean algunos hijos concientes de que no siempre quien cumple ese papel se
ajusta o siquiera aspira a ajustarse al modelo de la madre protectora,
abnegada, trabajadora, paciente, dadivosa y siempre sonriente ante las
barrabasadas de sus retoños. Hay épocas de la vida en que los hijos necesitan
ver mucho a su madre; otras épocas en que es bueno que la vean poco. Y hay
otras en que no la pueden ni ver. Así que estas celebraciones de mayo, entre
las que se ha colocado la de celebrar a la madre y, por extensión a la suegra,
acaban por convertirse no sólo en una especie de navidad a mitad de año en que
se considera una obligación confeccionar, adquirir y dar regalos, sino en una
posibilidad de remover nuestros remordimientos de hijos y de reforzar los
complejos de Edipo o de anti-edipo que hemos aprendido a desarrollar con el
paso de los años y de las décadas.
A
las mamás vivas (sobre todo si son muy “vivas”) nos cuesta trabajo celebrarlas
porque suelen ser difíciles para aceptar los regalos: “¿Por qué te molestaste,
m’hijito?”, si bien podrías haber pagado la renta, la cuenta de la electricidad
o siquiera del teléfono con lo que malgastaste en una prenda (más) que quedará
todos el año sin uso y acompañando a los regalos de los años anteriores. O
“¡qué bonito regalito!” que seguramente le gustará a la comadre de la madre en
celebración de intercambio entre hijos y ahijados…
A
las mamás muertas se les celebra visitando una tumba, recordando las cosas
buenas y a veces inculso las “escenas de intimidad familiar” que muchos
preferiríamos no ver y mucho menos protagonizar en el seno del hogar materno. Y
a ésas madres y a las suegras muertas que fueron difíciles con sus hijas
políticas o con sus hijos políticos, en ocasiones hay quienes prefieren
recordárselas a otros (no en balde las suegras, según el término alemán, son Schwiegermutter, lo que etimológicamente parece emparentarlas no sólo con lo difícil sino con lo pesado; schwierig y schwer). A las madres muertas
y difíciles se les recuerda, claro es, con distintas tonalidades de gris y
negro que no corresponden con aquellas de colores pastel que adornan a las
madres muertas que fueron fáciles.
En disonancia
con las leyes matemáticas de los signos, los malos hijos suelen tener buenas
madres y los buenos hijos a veces tienen pésimas madres neuróticas que los
acosan para que no se salgan de la rayita. De tal modo: no es sólo cuestión de
“si a un niño malo le pasa algo malo, qué bueno (-)(-) = (+) y si a un niño
bueno le pasa algo bueno, qué bueno (+)(+) = (+)”; o de “si a un niño malo le
paso algo bueno qué malo (-)(+) = (-) y si a un niño bueno le pasa algo malo
qué malo (+)(-) = (-)”. La cosa va más allá: “si un hijo malo tiene una mamá
buena, entonces puede ser un bueno para nada” y otras linduras y fealdades más
de las leyes de la socialización.
Hay algunos
hij@s que reclaman a sus madres “¡yo no te pedí nacer!”, sin darse cuenta del
absurdo que sería la existencia de una conciencia antes de la nacencia. Y luego
son es@s hij@s quienes, al buscar consuelo por sus errores pasionales, reciben
la respuesta de “¡yo no te pedí que te acostaras con tu pareja, como para que
ahora sea yo la que se preocupe por un nieto que luego te va a recordar que la
solicitud de nacimiento no salió de su propia iniciativa!”
Terribles estos
hijos que explotan a la madre para que les dé de comer, los lleve a la escuela,
les haga las tareas, los mime y se prive de sus tiempos y sus gustos para
cumplir y estar presente en los de ellos. Todo para que luego les dé por
celebrar a sus progenitoras (y a las progenitoras de las progenitoras de sus
hijos) un solo día del año, con un regalo que lleva sentido penitencial e
indulgente, en vez de recordarlas todo el año con profundo y prolongado
agradecimiento por algo que no pidieron pero que quizá tampoco aprendieron a
merecer.
De modo que, la
próxima vez que te celebren como madre, bien podrías reflexionar acerca de si
las bondades de tu bonhomía han convertido a tus productos en productos de gran
aceptación e incluso en hijos que no exageren en el apego como para buscar una
nuera igualita a ti…ni tampoco lo contrario. Ojalá tu felicidad de madre sea
múltiple y muy prolongada, como es la relación con los muchos hijos y con sus
largas y diversas demandas filiales.