Cada vez que alguien espera un autobús o una combi en
ciudades grandes, medias o pequeñas de nuestro país, ha de pagar con tiempo y
con dinero y luego con martirios corporales por el supuesto privilegio de que
un motor ayude a llevar de un lugar a otro el cuerpo que paga la penitencia. No
sabemos muy bien cuáles y de qué magnitud fueron los pecados, pero si
juzgáramos por la cantidad de sufrimiento, mortificaciones por la angustia de
las posibles llegadas tarde al trabajo, a la escuela, al teatro, al cine, a la
casa de amigos y parientes, magulladuras y zarandeos, se podría pensar que
terribles y nada veniales han sido los actos que llevan a merecer expiar las
culpas con esos costos. Largos minutos de espera bajo el inclemente rayo del
sol que viene desde arriba, o de las lodosas salpicaduras que vienen desde
abajo, largos minutos de estancamientos y rodeos esperan a quien se atreva a
trasladarse en autobús por nuestras ciudades. Ruidos, brincos, sobresaltos, uno
que otro accidente, nuevas palabras altisonantes por añadir a los diccionarios
personales, condimentan el castigo.
Pero no sólo en el transporte colectivo sucede que los
pasajeros, convertidos en transeúntes, sufran y deban pagar por ir de un lugar
a otro. Caminar no suele estar exento de costos en ciudades en donde las aceras
son irregulares, disparejas, estrechas, con obstáculos. Quienes pueden sortear
baches, postes, agujeros, jardineras, automóviles estacionados, puestos de
vendedores ambulantes, suelen mostrar poca empatía para quienes tienen más
dificultades y no tienen la agilidad, la agudeza visual o auditiva, las
dimensiones o las resistencias que les ayuden a llegar de una extremo a otro de
sus trayectos.
Pedalear en una bicicleta o en un triciclo, ir sobre la
silla de ruedas o empujando alguna, con personas o con carga, suelen ser
acciones plagadas de castigos. No sólo hay que llevar el propio cuerpo de un
lugar a otro, sino que el vehículo que debería ayudar a hacer más llevadero el
trayecto se convierte en algo más por llevar en un camino poco amigable.
Viajar en un automóvil particular, además de que contradice
a la gran mayoría de los anuncios con los que se pone a la venta (pues no
carece de otros vehículos estorbosos y otras personas que no suelen salir en
las fotos con las que se promueve la compra de vehículos) se convierte en un
constante penar por los costos a pagar: el vehículo, su combustible, los
ruidos, los obstáculos, las reparacciones, los otros vehículos que hacen ruido,
que no avanzan, que pretenden avanzar sobre el vehículo que se ocupa, que a
veces lo abollan y que incluso se incrustan y golpean a los ocupantes.
A veces pensamos que nuestras penitencias se deben a los
pecados propios, a veces echamos la culpa a los planeadores, a los
constructores, a quienes dejan estorbos en el camino, a quienes transitan los
mismos caminos a ritmos disitintos que el propio.
Lo que no sabemos es cuándo podrán acabar esos castigos.
Mientras tengamos que ir de un lado a otro de nuestras ciudades, seguiremos pagando
por los pecados propios y ajenos. De nuestras vidas y de las generaciones que
nos antecedieron y las que están por venir.