De mis hijos extrañaré sobre todo sus infancias. Mañana, 23 de julio, cumple tres años el mayor de ellos. Ése que me convirtió en padre de un cachito de cachorrito. Tres meses después, cumple dos años el segundo. Sus exactos quince meses de distancia repiten, casual o providencialmente, un patrón que ya mis padres habían ensayado, aunque sin tanta exactitud. De la fecha de nacimiento de mi hermana a mí, hay 15 meses menos tres días; de mi fecha de nacimiento a la de mi hermano menor hay 36 meses menos tres días. Pero si mi llegada tenía cierta justificación por el hecho de la lentitud propia de los varones frente a las mujeres, para asegurar que la distancia en términos de desarrollo infantil fuera más o menos equitativa entre los tres, en el caso de la diferencia de meses entre el mayor y el menor de mis hijos parece obedecer a una intención de igualarlos en desarrollo.
Ser hermano de alguien implica ya una comparación. La fraternidad es un término “relacional”; y si se es hermano, no queda más remedio que serlo mayor o menor. Así me lo confirma mi amigo y tocayo Luis, gemel, quien suele resaltar que el mayor es él, pues nació unos segundos antes. Ser mayor, lógicamente significaría simplemente llegar antes y comenzar a aprender y a desarrollarse antes y obligar desde antes a los progenitores a aprender cómo manejarse frente a su descendencia. Y los progenitores sólo pueden ser primerizos con el hermano/hermana mayor, pero nunca más. En eso los hermanos mayores son como la primera impresión. No hay nada anterior a lo que pueda recurrirse: ni la experiencia con los sobrinos, ni la adquirida como adultos frente a otros niños, ni la que adquirimos en la infancia y a la que los recuerdos de esta época de nuestras vidas quisieran arrancar sabiduría.
El problema con los hijos menores es que no siempre se puede suponer que lo aprendido como padres con los hijos mayores se puede aplicar a ellos. El hermano menor de mi hijo mayor se anunció con cierto aire casual: “llego, aunque no se hayan esforzado y angustiado por mi llegada…pero llego pronto”. Mientras que del hijo mayor queríamos que se anunciara pronto, y mis amigos hasta me felicitaban por tener que dejar el ejercicio diurno para guardar energía para que mis avejentados genes lograran fructificar en el ejercicio nocturno, el hijo menor llegó a pesar de haber retomado el ejercicio físico, y de los desvelos y cansancios provocados por el mayor.
Del mayor creímos que tendría problemas de oído, hasta que el pediatra nos explicó que estaba demasiado débil para protestar; llegamos a creer que era bizco, pues en algunas fotos un ojo “como que se le iba para allá”, hasta que la oftalmóloga nos explicó que era que simplemente el puente de la nariz era congruente con estar “tan cabezón”, como lo diagnósticó con franqueza su primo Óscar. Del menor no tuvimos tiempo de preguntarnos, ni de dudar, ni de plantearnos, padres hipocondríacos con el primero, si oía, pues sus protestas ante los más leves ruidos se dejaban comentar cada mañana hasta por la vecina de al lado, que parecía llevar el registro de las horas del llanto y de la exigencia de leche.
Se parece a tu hermano, declaraba mi suegra. Se parece a tu cuñado, declaraban otras. ¡Qué bonito tu hijo! Seguramente se parece a tu esposa…opinaban otras más, con lo que mi madre se sentía cada vez más derrotada, pues parecía reconocer, sin declararlo, que sus hijos no habían salido tan bellos como los de su nuera. Orgullosa de que jamás haya habido chamacos mejor aspectados que él y su hermano mayor, su madre le preguntaba “¿quién es el más guapo?” hasta que contestó, con una voz que probablemente articuló y comprendió el vocablo antes que su hermano: “¡yo!”, y se soltó a reir, como si entendiera ése y los otros chistes que nos hacían sonreir al verlo.
Tener un hermano menor no es fácil. Aparte de que se supone que quienes somos hermanos mayores de alguien más, tenemos la obligación de educarlo, el problema es cuando ese hermano no está de acuerdo con las prácticas anticuadas con las que fuimos educados unos meses atrás. Y si mi hermana asumió la tarea de educar a sus dos hermanos menores como si ella fuera mucho mayor, mi hermano menor no sólo prescindió de mis apoyos educativos, sino que se las arregló para ser tan listo como para educarme él a mí. En esa tradición invertida, mi hijo menor se las arregló para comenzar a enseñarle palabras, movimientos, pasos de baile, gritos, paciencia, a su hermano menor. Y si mi hermano menor me daba los argumentos centrales de algunos de mis trabajos de maestría cuando él estaba en la licenciatura, este hermano menor pronto comprendió que el llanto de su hermano no implicaba que hubiera una amenaza latente para todos los bebés de la casa, y pronto dejó de ser solidario con los llantos anhelantes del mayor.
Uno de mis estudiantes me felicitó por el nuevo crío y a la vez aprovecho para advertirme que, aparte de que ser hermano mayor puede no ser fácil, el ser hermano menor puede ser una carga. “Yo soy el menor de varios hermanos y cuando llegué parece que ya todo mundo estaba cansado y aburrido de tener bebés, así que ya no me hacían mucho caso. Hágale caso también al menor”. Y mientras tanto, el que había sido el único niño, rey y tirano de la casa, me tironeaba para que no me acercara a la cuna del menor, que llegaba a invadir no sólo lo que antes fue su espacio, sino a llenar de ocupaciones y preocupaciones el tiempo de unos padres que sólo eran para él. Así que durante las primeras semanas de existencia del menor tuve pocas oportunidades de abrazarlo y tenía que esperar a dormir al mayor para admirar al bebé de ojos y labios iguales a los de su madre. Y si el término de hermano es relacional y comparativo, el de la rivalidad fraternal, que tanto ha fascinado a los psicoanalistas, parece implicar que los niños comienzan a hacer cuentas y cálculos matemáticos del tiempo que los padres les dedicamos. Y a hacer cuentas del tiempo relativo que le dedicamos al hermano. “¿Por qué a él sí lo llevan, lo miman, le compran, le hacen, le toleran…y a MÍ NO?”, nos preguntamos, magnificando las atenciones que le prodigan al hermano y decretando que por mucho que nos den, mientras no sea todo, seguirá siendo poco.
En esa rivalidad, el hermano menor se enfrasca en conquistar un territorio y un tiempo de los padres que antes era exclusivo y que para él jamás lo será: hay ya un ocupante con el que hay que compartir a los progenitores, los espacios, los tiempos, la comida, los juguetes, las asientos en la carreola, en el vehículo familiar, los ojos de los abuelos, de los amigos, las fatigas y las energías de los padres. Así que nuestro hijo menor, en sus primera semanas, parecía haber decidido dejarme como territorio perdido ante la insistencia del primero en alejarme, y apropiarse de la madre todo el día: se negaba a dormir, a comer, a dejar de llorar si no tenía los brazos calientitos de su madre alrededor de él y aprendió a dormir en su abdomen para asegurar que seguía ahí, debajo de él.
El mayor acabó por aprender que la madre era territorio perdido en esa lucha fraternal: así que aprendió a dormir en mi abdomen, a asegurar que estuviera yo presente cuando él despertara, a jalonearme para alejarme del hermano…Hasta que decidimos turnarnos, en cuartos separados y alternadamente, para cuidar a uno y a otro. El mayor comenzó a entender que al menos una vez sí y otra no, su madre estaría ahí presente para atenderlo; mientras que el menor comenzó a entender que una vez no y otra vez sí, su padre estaría ahí para hacer lo que alternadamente haría la madre.
Llegó un momento en que comencé a entender algunas de las implicaciones de lo que alguna vez me dijo una colega en la universidad al ver a mi primero hijo, con apenas unos cuantos meses de edad: “uno quisiera que se quedaran así, que no crecieran”. Mi reacción ante esa frase fue: “¡No! Yo no quiero eso, quiero que crezca, que camine, que hable, que haga cosas y gracias”. Pero ahora veo, sobre todo por la rapidez con la que se desarrolla el hermano menor, que su infancia se va. Que de los “diez talentos” que alguna vez se dijo que contaba su abuelo, “y de los que no hay que desperdiciar ninguno”, remataba el comentarista, mi hijo menor quisiera aprenderlos, derrocharlos, mostrarlos todos antes de llegar al jardín de niños, y dedicarse pronto a trazar círculos, comer con sus propios cubiertos, caminar por las plazas comerciales sin dar la mano, cantar y bailar como el que más, platicar con el hermano mayor y contar chistes sin palabras, salir a la calle en cuanto despierta, tallarse sólo mientras se baña. Mientras el hermano mayor nos sigue pidiendo su “bibi-leche”, el menor se las arregla para tomar agua en un vaso, esperar a que le quitemos el pañal para orinar, presionar todos los botones de su reproductor de DVD’s hasta encontrar el que sirve para detener o avanzar, a su antojo, la película que ha escogido de entre sus favoritas de “¡pato!, ¡pánte! ¡león! ¡barney!” Y con ello nos advierte que, por más lento que queramos que vayan, o por más que nos preocupe que no avancen lo suficiente, pronto nuestros bebés (en especial el menor) lograrán su autonomía y se irán a la escuela, a las casas de los amigos y los parientes, al mundo, sin que podamos ya detenerlos. Nos recuerdan que la temible adolescencia, con sus silencios, aislamientos, soledades, crecimientos, golpes, sufrimientos, errores y su imposibilidad de volver atrás, se cierne también sobre ellos. Y su infancia se habrá acabado, junto con sus exigencias, pero su autonomía acabará por llevarse su caminar a saltitos, sus ojos sorprendidos, sus dulces “¡papá, papá, papá!”
Lento como su padre y casi tanto como su abuelo, el hermano mayor comenzó a decir palabras e intentar hilar frase sólo ante el ejemplo que le ponía su hermano menor. Preocupada, su madre comentaba con mi padre: “¿cuándo va a hablar? ¡Qué preoupación que se angustie por expesar algo y que nosotros ya no le entendamos qué quiere!” El abuelo, que no estuvo en un jardín de niños, respondía que él mismo había comenzado a hablar a los cinco años…”así que no te preocupes, algún día hablará”. Pero parece que tanto Froebel como Montessori tenían razón: el desarrollo de varias habilidades en la infancia está relacionado con la socialización. Así que los progenitores, en especial los que tendemos a “entender” y a “adivinar” lo que quieren los hijos, habíamos estado frenando el aprendizaje del lenguaje del mayor, quien comenzaba a comunicarse más cuando lo visitaban los primos, hablantines y deseosos de cosas y actividades que sabían pedir y reclamar. Las visitas recíprocas y el apoyo del hermano menor (que sirvió de reto y ejemplo para hablar y bailar) quizá deriven en que para entender y re-contar los chistes el mayor haya de preguntar al menor.
En mis tiempos en que visitaba la escuela de psicología (en la que no estudiaba gran cosa), solía hablarse de “efectos en la secuencia” sobre el comportamiento. El razonamiento, muy conductista, era muy simple: si primero los “sujetos” (palomas, ratas, niños, chimpances, estudiantes de psicología, transeúntes, que son los sujetos clásicos de estudio de tan indisciplinada disciplina) se comportan de una forma determinada, es difícil que aprendan otra forma posteriormente. Así que, de alguna manera, lo que se aprende primero afecta lo que se aprende y lo que se puede aprender después. Mi esposa y yo solemos peguntarnos si el orden de nacimiento de nuestros hijos hubiera tenido otra secuencia: ¿habríamos asumido con la tranquilidad (relativa) con la que asumimos el anuncio de la llegada del segundo hijo, de haber sido el primero tan “movidoso” desde el útero y luego fuera de él como lo fue el segundo? ¿Habríamos entrado en pánico si el primero hubiera sido tan difícil de seguir, tan activo desde el momento de abrir los ojos en la mañana, tan perceptivo de los momentos de hilaridad y de la diferencia entre jugar y sufrir como resultó el segundo?
Mi hijo mayor y yo resultamos un poco más lentos de aprendizaje que nuestros respectivos hermanos menores. Aunque con los años eso tiene la ventaja de que uno puede aprender varias cosas de la vida sin tener que esperar a que nos las expliquen los contemporáneos o los maestros, mientras tanto (al menos yo) queda la sensación, al tener hermanos más perceptivos, de que algo nos falla, de que hay que enojarse con el otro porque entiende antes lo que debería entender después. Y que debería ser “después que yo, pues el mayor soy yo”.
Afortunadamente, aun cuando tardé varios años en entender que el cumpleaños de mi hermano llegara tres días antes que el mío (“¿por qué él cumple antes, si yo soy mayor?”), acabé aceptando que mientras que los hermanos absolutamente mayores tienen que sufrir el dejar de ser hijos únicos a nuestra llegada, los hermanos menores nos ayudan a comprender que también ellos tienen que reclamar sus espacios y sus porciones de tiempo y atención de los progenitores. La hija de mi esposa, mayor por 16 años que mi hijo mayor, nos expresó, en tono de broma, que su herencia, de “un peso”, se dividía cada vez más. En vez de un peso, se convirtió en 50 centavos y luego en tan sólo 34 centavos (es la mayor, así que le corresponde un centavo más por antigüedad). Inversamente, el problema de los hermanos menores es que son escasas las ocasiones en que pueden disfrutar del total de la atención, los recursos, la juventud, de los progenitores, pues estos recursos ya han quedado algo desgastados por los mayores. Queda a los menores el no deleznable consuelo de llegar a un mundo en el que ya los mayores han dado algunas sesiones de entrenamiento a los progenitores.
Claro que algunos progenitores somos de más lento aprendizaje que otros…
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