“No confío en ti”,
es el mensaje que subyace a la gran cantidad de papeles que certifican que
alguien es capaz de hacer algo, de que hizo alguna cosa o de que estudió alguna
disciplina. Y el complemento a esa desconfianza es: “necesito que alguien más,
con alguna autoridad institucional, avale tus hechos o tus dichos”. Así, en muchas
de las instituciones nacionales e internacionales hemos recurrido a solicitar
constancias y certificados, para al menos contar con un “aval” de que quien
dice algo tiene un documento que ratifique su dicho.
Por esta desconfianza, los profesionales de cada disciplina deben exhibir
sus credenciales, títulos profesionales, licencias para ejercer,
certificaciones periódicas, cédulas, permisos y pagos a las autoridades
correspondientes. Nuestras constancias escritas certifican y acreditan que
nuestras aspiraciones a saber hacer algo están registradas en alguna
institución y que un grupo de expertos ha sido testigo de que lo que hacemos lo
hacemos con cierta maestría.
Afortunadamente para nuestra época de grandes cantidades de información, de
altas tecnologías y de rápidas comunicaciones, esa desconfianza puede reducirse
o ampliarse en casos concretos: si alguien llega a solicitar un préstamo, un
empleo, una promoción o una cátedra, es posible buscar a quién preguntarle y
entonces, tras la consulta, reforzar o retirar la confianza a nuestros
interlocutores.
En esta época en que cualquiera que haya metido datos en la red mundial
(internet) puede ser rastreado y sus datos pueden almacenarse en múltiples
servidores y memorias digitales, hay quien se queja de ser “espiado” incluso
cuando se trata de figuras públicas. Hay constancia incluso de cosas de las que
no quisiéramos que quedara memoria. “Que no quede huella, que no, que no”, es
un desiderátum que ya es difícil de cumplir en lo que a datos personales y
trayectoria profesional o laboral se refiere. Si alguien deja de pagar sus
deudas, o si comete adulterio, o si reprueba una asignatura, o manda un
comentario en redes sociales o un mensaje por correo electrónico, lo más
probable es que quede huella…
En este contexto de memorias superpoderosas, resulta absurdo que algunas
instituciones pongan como requisito para realizar trámites, que llevemos en
papel las constancias que certifican que las autoridades de esas instituciones
están enteradas de lo que hacemos. Así, es un desperdicio de tiempo que
disgusta a los usuarios y empleados, pero parece gustar a las burocracias, el
tener que demostrar que el de la oficina de al lado de aquella en la que vamos
a realizar un trámite esté informado de lo que hemos hecho o dejado de hacer.
En el caso concreto de las instituciones educativas, entre ellas la
Universidad, es indignante que para algunos trámites se pidan hasta tres (o
cuatro) constancias de lo mismo. El ejemplo a la mano: si un docente imparte
una clase durante todo un ciclo lectivo, además de reportarse antes o después
(o antes Y después) de cada sesión, de lo que queda una firma registrada, luego
tiene que solicitar que se le extienda una constancia que deberá presentar ante
las autoridades de la misma universidad para demostrar que sí dio la clase.
Para realizar algún trámite de promoción o solicitar algún servicio ante la
universidad o sindicato, se requiere, además, llevar la constancia que extiende
el jefe inmediato del que extendió la primer constancia (y que ya contaba con registros).
No conformes con eso, los encargados del departamento de personal, deben
extender una tercera constancia en papel para ratificar que la constancia que
extiende el jefe directo de quien dio el curso y la constancia del jefe superior
del jefe directo. Y el docente tiene que ir a recoger las tres constancias en
papel, firmar que las recibió y luego fotocopiarlas para llevarlas a realizar
el trámite, acompañadas, claro es, de una copia del contrato o nombramiento. En
caso d que el docente no tenga a la mano su nombramiento, debe solicitar una
copia al departamento de personal, para poder entregarla unos escritorios más
allá. Y a todo eso hay que añadir las constancias de que, como docentes, hemos
sido constantes en nuestros empeños…o alguna constancia de nuestra inconstancia
y hemos cambiado de temas o actividades en nuestras encomiendas.
La desconfianza que se supone
debe desaparecer al hacer aparición las constancias en realidad se acrecienta
pues algunos de los encargados de revisar las constancias levantan la ceja al
recibir tantas constancias; y tienen luego que revisar en sus bancos de datos
que las constancias coincidan con lo que han registrado los encargados de
archivar digitalmente la información.
De tal modo, parecería que no
hay una relación entre las constancias escritas y la memoria institucional. No
importa que haya teóricos como Max Weber que señalen que la burocracia
representa una forma racional de administración o como Niklas Luhmann que
insiste en que las organizaciones son capaces de “aprender” y tener memoria de los
procesos del pasado. En apariencia, los burócratas de carne y hueso siguen
requiriendo certificaciones de tinta en papel, y hacen lo posible por
contradecir a Weber y se muestran irracionales al volver a requerir información
que ya tienen las muy actualizadas memorias de sus computadoras. Y contradicen
también a Luhmann al olvidar, de un ciclo al siguiente, las filas,
dificultades, problemas, embudos, conflictos, iras, inconformidades, de quienes
realizaron el trámite unas cuantas semanas o meses antes. Quizá a los
burócratas mexicanos no les gusten los teóricos alemanes… O simplemente no les
guste estar solos en sus oficinas y les encanta que se formen filas de
incómodos y angustiados profesores en torno a sus escritorios tan alejados de
las salas de espera y de sus memorias digitales.
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