jueves, 19 de febrero de 2009

Un manual, por favor


Meses antes del nacimiento de mi primer hijo comencé a consultar a mis compañeros de trabajo, a mis amigos y a mis ex - compañeros de escuela. Sobre todo en los casos en que la misma persona encarnaba los tres roles (amigo, compañero de escuela y trabajo), mi conocimiento directo de sus hijos me había ya convertido en un “tío” honorario de varios de ellos. Por otra parte, para aquellos que no asumen esos tres roles simultáneamente, tenía al menos alguna idea de las edades aproximadas de sus hijos y de algunos de sus avatares, en especial si esa descendencia incluye hijos adolescentes.
Asustado como estaba a raíz de que algunos de ellos, años atrás, en las edades en que los humanos suelen reproducirse, habían comentado sobre los desvelos que les habían causado sus hijos, ahora, como padre tardío, volvía a esos reportes informales y añejos para pedir a mis compañeros que me ayudaran a disolver aquellos temores que mi memoria probablemente había contribuido a magnificar. ¿Es verdad que los bebés requieren mucha atención los primeros meses? ¿Nos desvelará hasta la ignominia nuestro bebé a mi esposa y a mí? (El término de “ignominia” no me queda muy claro, pero me suena a que ha de ser algo terrible, según las ocasiones en que he escuchado que mi ancestro favorito utiliza la palabreja) ¿Serán criaturas domesticables? ¿Detendrán su llanto durante algunas horas para permitirnos atender sus otras necesidades? ¿Tendremos tiempo de ir al trabajo y de comprar víveres? ¿Es muy difícil que los nuevos humanos se acostumbren a nuestra existencia adulta? ¿Podremos convertir a nuestro bebé en un humano de bien? ¿Es verdad que la adolescencia es todavía peor que la infancia?
Éstas y otras preguntas surgían en mis conversaciones durante las que presumía el hecho de que al fin, cuando ya varios de ellos son abuelos o al menos transpiran ciertos olores que los delatan como futuros e inminentes suegros, había yo logrado: 1) convencer a una mujer bella de que se casara conmigo; 2) convencerla de que combinar sus genes con los míos resultaría una buena idea; y 3) combinar en los hechos nuestro material genético para que ella resultara evidentemente embarazada. Por supuesto que las primeras respuestas eran más bien de hilaridad de su parte, por mi premura ante acontecimientos que sólo se definirían semanas, meses, años o décadas más tarde. Así, por ejemplo, mis solicitudes de información acerca de cómo convertir al bebé en un “hombre de bien” (una vez que ya sabía que se trataba de un varón), se encontraban con respuestas como: “eso ya lo definirá él. Es probable que su definición del bien y de su vocación en la vida contraste con lo que tú quieres o lo que consideras adecuado. Por ejemplo, si no te gusta la música de rock es altamente probable que a él le guste. Y si odias esa música, puede ser que se convierta en músico profesional y se dedique a tocarla. Pero en realidad falta mucho para que eso pase. Antes te enamorarás del bebé y cuando crezca es probable que hasta te guste lo que ahora odias”
¡Dioses del Olimpo! O sea que un hijo, pensé, podría convertirme en lo contrario de lo que soy. “Y sin darte cuenta”, añadieron algunos de mis entrevistados a los que urgía a que me entregaran el manual del manejo de los hijos cuyos años de experiencia les habían permitido escribir: “no sólo te cambiarán sino que te quitarán el tiempo y se te pasará la vida y te cambiarán TODAS las prioridades y verás que lo que hacías antes no tiene ya el mismo sentido ni la misma prioridad que alguna vez tuvo”. ¡No! ¿Cómo podrían dejar de ser importantes para mí cosas como mi trabajo, mi pareja, mis amigos, mis libros, mis actividades?
Llegado el día del “aterrizaje” en un hospital zapopano, me metí a la sala de expulsión, para ver desde el principio cómo sería mi niño. Y en el momento en que lo sacaron el montón de cirujanos que se solazaban en extraer líquidos y hacer cortes en la piel de mi pobre esposa, me surgieron aun más preguntas y no tenía ni idea de a quién debía plantearlas: “¿dejaré algún día de tener estas ganas de llorar al ver tanta belleza concentrada en un solo niño? ¿Seré yo un hombre de bien para merecer este bebé? ¿Cómo hizo la mamá de este chamaco para ser tan lista y ponerle todo lo que debe llevar por el mundo? ¿Cómo harán las niñas para no gritar de emoción cada vez que lo vean por el mundo? ¿Cómo pude ser tan listo para encontrar una mujer que hiciera bebés mucho más bellos que los criados por mis propios padres? ¿Cuántos premios Nobel y de qué materias obtendrá mi hijito? ¿Cómo hacer para disimular que era yo el padre del más guapo chiquillo que había existido jamás en el universo y en la historia y la prehistoria? ¿Habría alguna manera de disimularlo?”
Por supuesto que mis amigos, compañeros de trabajo y ex – compañeros de las múltiples escuelas por las que alguna vez pasé, no fueron tan insensatos como para hacerme ver que existían ya otros niños que a los ojos de sus padres eran la definición misma de la belleza, de la salud, de la fuerza, la prestancia, la inteligencia. Algunos simplemente me siguieron la corriente y me respondían que de algún modo lograría no sólo ser un hombre de bien, sino incluso conservar mi trabajo para que el chamaco pudiera dedicarse a cuestiones más básicas que el aprendizaje de la música y de otras disciplinas que lo llevarían a lograr múltiples premios Nobel. Mi amiga Ángeles, que es además compañera de trabajo y hermana de una de mis ex – compañeras de escuela, simplemente sentenció que mi hijo me había “chingado” y me había dejado muy atrás en mis pretensiones. Una vez nacido el segundo hijo me hizo notar nuevamente – con palabras similares a las de la primera ocasión – cómo el ser padre de ellos me arruinaba en mi vanidad personal aunque me convertía aun en un vanidoso peor en mi carácter de padre.
Ante la noticia de que mi segundo hijo venía en camino reinicié mis pesquisas, pues en realidad ninguno de mis amigos y compañeros me había dado respuestas que me permitieran guiar mi acción. Simplemente me daba ya cuenta de que ahora lo que necesitaba era un manual para aprovechar el tiempo y trabajar de vez en cuando además de dedicar horas de vigilia y de sueño en pensar en mis dos bebés. En mi segunda ronda, sabedor ya de que el tiempo para actividades sociales y hasta para las salidas con mi propia esposa escaseaba terriblemente, insistía ante algunos acerca de cómo hacer para criar a los hijos y a la vez ser capaz de seguir en la vida profesional. Mi amigo Alfredo, que también fue “estudiante” en alguno de mis cursos y luego mi compañero de trabajo por ser ahora mi jefe, reflexionaba que en realidad él tenía algunas ideas acerca de lo que NO había que hacer con los hijos, pues los suyos habían resultado en niños que hacían pocas cosas de las que él esperaba originalmente y que, al menos a su esposa, no le dejaban tiempo para nada.
¿Para nada? Pero, ¿cómo? Si el primero hasta duerme de vez en cuando y me ha dejado escribir una que otra cosa, incluso elaborar algunas tablas de mi tesis doctoral tanto tiempo postergada. ¿Cómo podría el segundo quitar más tiempo? Y si quita tiempo: ¿Cómo podré aprovecharlo para recuperar mi acceso a algunas actividades, entre ellas a la que Serrat alude como aquella que es la que más nos gusta?
Tras el nacimiento del segundo hijo, las preguntas que me gustaría que respondiera un manual del que cada vez abrigo menos esperanzas que haya sido escrito (al menos para el contexto de un padre y una pareja de extracción tapatía que vive en una ciudad que también es gran chupadora de los recursos temporales de sus habitantes) consisten básicamente en cómo encontrar maneras de hacer más productivo el escaso tiempo que queda entre un biberón y el siguiente, entre la noche y la mañana, entre una actividad con el primer hijo y otra actividad – frecuentemente traslapadas en el llanto, el tiempo y el espacio – con el segundo.
Pero hay otras preguntas que me surgen a medida que veo crecer a mis hijos, a ritmos que a veces me parecen excesivos (“¿cómo que ya le van a salir los dientes si apenas acaba de nacer unas pocas lunas atrás?”) y que a veces me parecen lentos (“¿cómo que todavía no sabe hablar, ni leer, ni cantar, ni lavarse las manos, ni anda en bicicleta, ni se lava las manos, ni avisa para hacer pichís y puchús, si ya tiene más de un año de edad?”). Una de esas cuestiones se refiere al nudo que se me forma en la zona del cuello, a mí, tan alérgico a las corbatas, de sólo pensar en que algún día los chamacos darán la vuelta y dirán adiós para dirigirse a las puertas de la guardería, del jardín de niños, de las escuelas y los trabajos, de las ocupaciones lejanas y prolongadas fuera de mi vigilancia y del alcance de su madre: ¿cómo asimilar que ese gesto por el que ahora el primero de mis hijos expulsa el chupón para devorar las guayabas que lo enloquecen de placer, algún día se convertirá en el gesto por el cual aventará los intereses que me unen a él para dedicarse a devorar el mundo? ¿Cómo ajustarse al hecho de que la predicción de mi amigo José Luis, ex – compañero de escuela, “cuasi-compadre” y alguna vez compañero de trabajo porque fui jefe de su jefe, de que mis hijos serán galanes, trotamundos y políglotas acabará (al menos parcialmente) por hacerse realidad? ¿Habrá alguna manera de soportar que los hijos se conviertan en los rebeldes que alguna vez fuimos, mientras nos convertimos en los seres preocupados por el bien de la descendencia y que tanto mal creímos que nos hacían?