martes, 29 de mayo de 2012

¿Profesionales de la arquitectura?

 Hace muchos años, descubrí, en una universidad ubicada en una ciudad lejana al rancho grande del que soy originario, que existía una carrera profesional dedicada a algo así como “arquitectura del paisaje”. Desde esa universidad es posible ver uno de las más bellas montañas de la región, sólo porque una de sus principales entradas para los peatones, sin rejas, sin acceso para vehículos de motor y que desemboca en una plaza, está orientada para que quien llegue a esa institución no sólo pueda ver la biblioteca universitaria en cuanto entra, sino también la montaña en su camino de salida.
         Como en mi rancho grande no se estila que los edificios dejen ver detrás de ellos, hace ya mucho tiempo que nos hemos olvidado que el cerro de Tequila, ubicado apenas a 40kms del centro de Guadalajara (Jalisco, México), era visible desde la ciudad hace apenas una década. El cerro de Tequila no llega a las dimensiones y belleza del Popocatépetl, ni del Iztaccihúatl. Tampoco es comparable al Cerro de la Silla que se puede apreciar en la Sultana del Norte. Pero, ¿es acaso tan feo como para que los urbanistas y arquitectos de Guadalajara se hayan esforzado por ocultarlo poniendo edificios que son todavía más feos entre el habitante común de la ciudad y su imagen?
           Yo tengo la sospecha de que en realidad lo que pasa es que en Guadalajara no se han dado escuelas importantes de arquitectura. En este país es probable que ni siquiera  exista una asignatura que se relacione con “el paisaje” en el plan de estudios de arquitectos, urbanistas e ingenieros civiles. Seguramente no la hay en el plan de estudios de psicología y de sociología, a pesar de que haya quienes estudien los efectos psicológicos y sociales de las vistas esperpénticas.
En un artículo reciente, escrito por Arturo Ortiz Struck y publicado en la revista Nexos de abril del 2012 (http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2102642) con el título “Desde la arquitectura, la discriminación”, un profesional de la arquitectura critica el hecho de que incluso arquitectos que han recibido premios en su disciplina han reproducido la discriminación hacia las servidoras domésticas en sus diseños de residencias. Parecería que las mujeres que se encargan de la limpieza de las casas de los pudientes no deben y pueden tener vida sexual, ni familiar, ni siquiera derecho a un espacio de intimidad. En muchos casos, el “cuarto de servicio” es compartido por el lavadero, los instrumentos de limpieza y por quien se encarga de su empleo, sin que exista una mayor diferenciación entre los objetos y quien los pone en funciones. Y si las trabajadoras domésticas que se quedan a dormir en casa de los patrones, para estar prácticamente esclavizadas y a la mano, para servir día y noche, levantarse al alba y acostarse sabrá dios a qué horas, son discriminadas, explotadas y hacinadas, ¿por qué los demás espacios y profesiones dedicadas al servicio de los ricos tendrían que ser objeto de diseños y planes más dignos?
Mientras que los automóviles ocupan miles de metros cuadrados y lineales en calles, avenidas, estacionamientos, locales para su distribución y servicio, son los peatones y los otros medios de transporte los que sufren el mismo hacinamiento, estrechez y peligros que las trabajadoras domésticas. Que los autobuses no tengan espacios adecuados para subir y bajar pasaje es algo que no importa a los diseñadores de centros comerciales, calles, callejones y avenidas. Si a los autobuses se suben los simples peatones, que además se convierten en “pasajeros” en cuanto tocan el estribo que los conduce al atestado interior. Que los pasajeros no cuenten con un grado adecuado, ya no se diga cómo de visibilidad es algo acorde con la analogía de las trabajadoras domésticas. Si la casa está diseñada para que los dueños la disfruten, ¿por qué las trabajadoras domésticas habrían de contar con un espacio adecuado o una vista agradable? Igualmente, si la ciudad está diseñada para los ricos que pueden endeudarse y pagar vehículos particulares, ¿por qué los pasajeros de los autobuses urbanos habrían de ver hacia fuera, o esperar en estaciones dignas y seguras, a salvo del flujo de los veloces automóviles particulares?
Definitivamente, los arquitectos y demás profesionales del diseño urbano no están preparados para aceptar que los peatones, cuando van a pie y tienen que bajarse de las aceras porque algún automovilista invada la banqueta, tengan derecho a un espacio “peatonal” exclusivo. Los inversionistas son capaces de extender sus locales hacia fuera lo más posible para desquitar la inversión inmobiliaria y, al poner espacios de estacionamiento “olvidarse” de que los peatones tienen que pasar a pie por la acera que se ubica frente a sus locales.
Todavía menos probable es que las bicicletas, sillas de ruedas, ancianos que requieren de bastón, ciegos, débiles visuales, niños pre-escolares pasen a ocupar un espacio en las mentes de los arquitectos de mi rancho grande. Los usuarios de vehículos que no sean de motor a gasolina o a diesel no han sido objeto de asignatura alguna de sus planes de estudios. ¿Para qué asignar espacios para el estacionamiento de bicicletas, triciclos, monociclos, patines o patinetas frente a los negocios? A los arquitectos y a los inversionistas no se les ocurre que alguien pueda llegar a un edificio a realizar un trámite o a comprar algún objeto en cualquiera de esos vehículos. Si llega a pie, pues qué bueno, si llega en vehículo de motor, pues mejor, pues así aprovecha los cientos de metros dedicados al estacionamiento de un carro que, habitualmente es sub-utilizado pues siempre lleva un número de asientos superior al número de ocupantes. A diferencia de los autobuses, de mayor aprovechamiento económico, pues siempre lleva un número mayor de pasajeros que de asientos disponibles.
Claro que a los arquitectos los clientes no les piden que diseñen espacios para que los amigos de los dueños de casa puedan visitarlos en bicicleta. Ni siquiera hay espacios para que los dueños de las casas estacionen sus propias bicicletas. ¿Para qué, si para eso está el cuarto de servicio, en donde se pueden arrumbar por igual a las trabajadoras domésticas a las que se explota y a las bicicletas que no se usan? Claro que los arquitectos tampoco reciben solicitudes de los empresarios y desarrolladores de plazas comerciales, industriales o de los funcionarios encargados de la construcción, remodelación o mantenimiento de los edificios públicos para que asignen lugares para estaciones dignas para el transporte colectivo, ni se les pide que diseñen espacios de estacionamiento para los ciclistas y potenciales consumidores y usuarios de servicios.
             La máxima de “al cliente lo que pida” se aplica en el diseño de mayores espacios en el interior de los vehículos particulares, para que los dueños de esos vehículos automotores coman, beban, duerman, vean y escuchen con comodidad, mientras que los peatones y los usuarios de vehículos cuya huella de carbón es mínima, se sigan ciñendo a bajarse de las aceras, a amarrar la bicicleta a un bote de la basura (además, ubicado en un lugar fuera del alcance de quien necesita desechar algún objeto). Y se aplica también en el caso de los arquitectos: así como a la servidora doméstica no se le invita a las sesiones de planeación de la casa que ella se encargará de limpiar, a los peatones, ciclistas, usuarios del transporte público, ancianos y discapacitados no se les toma en cuenta para diseñar los espacios que habrán de utilizar sólo quien tenga el poder adquisitivo para comprar un vehículo de motor y llenarle el tanque con líquidos que luego transformará en gases fétidos parta distribuirlos por donde mejor le plazca pasar y estacionarse.
¿Y por qué diablos a los arquitectos que diseñan remodelan, mantienen edificios y espacios públicos (oficinas de la burocracia, parques) y privados (pero de acceso público, como restaurantes, tiendas, bancos, supermercados) no se les ha ocurrido OFRECER a sus clientes un uso más eficiente del espacio? Es triste de qué manera, como señala Eduardo Galeano en Patas arriba (una recensión aquí: http://www.aloj.us.es/vmanzano/docencia/movsoc/resumen/galeano.pdf), cada vez más los arquitectos latinoamericanos asumen como parte del diseño de sus edificios los enrejados para que los ocupantes de las casas estén enjaulados en los espacios en que deberían sentirse más libres y a sus anchas.
¿Será tan sólo culpa de aquellos arquitectos que no saben andar en bicicleta, ni caminar por las acercas, que el dinero se nos vaya en asfaltar los caminos para que los llenen de baches los vehículos de motor? ¿Será culpa de los clientes de los arquitectos que no saben que es más barato y sano dedicar espacio y tiempo a caminar y a bicicletear y por eso no les piden espacios ad hoc?  ¿De quién es la culpa de que en América latina usemos tanto metal en enjaularnos dentro de nuestras casas y lugares de trabajo en vez de utilizarlo en diseñar espacios escultóricos y más bicicletas y estaciones para éstas y los usuarios del transporte público? ¿De quién es la culpa de que dediquemos tanto tiempo y espacio, tanto metal, vidrio, plásticos y telas en el diseño de vehículos particulares mientras dejamos de lado el diseño y equipamiento de las unidades de transporte público y en el diseño y mantenimiento de nuestros espacios de convivencia?
¿Será que en estos ranchos grandes, en los que nos ocupamos de los baches pero no de las aceras, de los estacionamientos, pero no de las estaciones, de las rejas, pero no de los diseños, los arquitectos jamás aprendieron a pensar en el paisaje más allá de sus narices? ¿Tienes alguna solución? ¿Nos deshacemos de los arquitectos o nos deshacemos de sus clientes? ¿O será más fácil simplemente negar la existencia de peatones, ciclistas, discapacitados, niños, ancianos y usuarios del transporte público, como hemos hecho hasta el momento?

domingo, 27 de mayo de 2012

Religiosidad popular e institucional, aproximaciones a una distinción

La presentación en PPT está aquí:
http://www.slideshare.net/rodolfomoran/una-sutil-distincin-religin-popular-e-institucional


2do. Coloquio Internacional Dr. Manuel Rodríguez Lapuente 'Cultura, región y sociedad' División de Estudios de la Cultura y División de Estudios Jurídicos, U. de G.
Del 22 al 25 de mayo. Auditorio Valentín Gómez Farías, SEMS

Una sutil distinción: religión popular y religión institucional.
El problema de la demarcación trasplantado

Dr. Luis Rodolfo Morán Quiroz rmoranq@gmail.com
Departamento de Sociología, Universidad de Guadalajara.

Prolegómeno.-
Los traductores del filósofo de la ciencia Karl Popper (1902-1994) han insistido en el término “demarcación” (señalar los límites o confines) y en elproblema de la demarcación” para definir los límites o fronteras entre ciencia y pseudociencia, entre ciencia y religión y entre lo que es conocimiento científico y el no científico[1]. Algunos interpretan este problema de límites también como uno que plantea la necesidad de definir cuál de entre un par o conjunto de teorías es “la más científica”. En las líneas que siguen, planteo nuevamente este problema de límites, aunque dentro de un campo que, sin pretenderse científico, sí se enmarca dentro de los alcances de la racionalidad y del conocimiento. La discusión popperiana incluye, de hecho, vertientes en cuanto a la posibilidad de que haya conocimientos “científicos” y conocimientos “religiosos”. Es decir, esta discusión de la demarcación entre lo que es y lo que no es ciencia reconoce la posibilidad de la “iluminación religiosa” o de una intuición instantánea que no requiere del método científico para llegar al conocimiento.
El problema que nos ocupa aquí, entonces, es uno aparentemente muy sencillo: el problema, transplantado al campo de la religión, de la demarcación entre lo que es religiosidad popular y lo que es religión institucional. En realidad, la sencillez del problema es sólo aparente, pues la religión, como campo en el que se reconoce la posibilidad de fenómenos que se dan a partir de poderes que sobrepasan la lógica de las leyes físicas y biológicas, tiene componentes fuertemente racionales (argumentativos del tipo: “si este fenómeno sobrenatural es posible, entonces lo es esto otro, que es resultado de lo primero”), y fuertes componentes emotivos. Ello no excluye la posibilidad de que haya “demostraciones científicas” de relaciones entre hechos sociales y actuaciones infrecuentes como las que se relatan en los pasajes bíblicos que hablan de milagros, tema al que paso en el siguiente apartado.

Una primera aproximación: los poderes divinos ya no requieren mostrarse.-
Las instituciones religiosas, en especial la iglesia católica, han insistido en que han sido las manifestaciones de lo divino, y no las interpretaciones sociales del hecho religioso, las que han cambiado en el tiempo. En esa tradición, entonces, dios requirió en momentos del pasado, manifestarse a través de milagros, fenómenos relativamente inexplicables a no ser por la intervención divina, y llegó un momento en que ya no se requirieron los milagros. De tal modo, habría algún momento en que dios había sido ya tan convincente (de su existencia, de sus poderes, de sus alcances) que deja de obrar milagros…según la interpretación de algunos líderes religiosos, lo que hace que desde la iglesia se cuestionen las afirmaciones de los creyentes (demasiado crédulos) acerca de las manifestaciones divinas. Según esta aproximación, serían los pastores/sacerdotes los encargados de definir lo que es “institucional” en el sentido de distinguir entre lo que es una “verdadera manifestación” divina y una mera “superstición popular”. De tal modo, la definición de las manifestaciones del “único” dios se convierte en materia de los agentes de una institución, lo que parece no reconocer la posibilidad de que ese único dios se comunique/manifieste directamente con los creyentes que no han pasado por los rituales de formación que dicta la institución. Lo que me lleva a plantear una segunda aproximación, la de una doctrina o catecismo.

Una segunda aproximación: la religión incluye a quienes se han formado en ella.- Pero no incluye de entrada a los simples legos (laicos), sino hasta que se educan en la fe. Lo que implicaría que la religión institucional se limita a la acción ritual y a la instrucción formal en ella, pero los creyentes-ignorantes de los mecanismos de comunicación con los poderes divinos, no pueden sino expresar su fe de manera balbuceante e incierta. De tal modo, esta segunda aproximación a la demarcación entre religión oficial y religiosidad popular señala: todo aquello que implique estudio de las escrituras y de los rituales con los que se reviven los hechos históricos sociales de manifestación de lo divino debe ser sancionado institucionalmente (o, al menos haber sido tan sistemático y siguiendo una secuencia, que se considere que sigue las “formas”) y las manifestaciones populares carecen de esta formalidad ritual y del vínculo entre el estudio racional y la hermenéutica que subyace al acto ritual. De tal modo, la religiosidad popular, a pesar de que a los laicos pudiera parecerles llena de certezas, estaría en el terreno de lo impreciso, indeterminado, incierto, en buena parte por carecer del “sentido” que vincula al ritual con el hecho histórico y simbólico religioso con el que está ligado, lo que sí es claro, por contraste, en la visión de los clérigos y estudiosos de las escrituras y las manifestaciones divinas.

Una tercera aproximación: lo público y lo privado.-
En esta aproximación, las expresiones populares se darían en el ámbito de lo que se expresa fuera del templo pero a la vez tenderían a llevar a la esfera de lo íntimo las creencias y prácticas que no han sido sancionadas por los pastores y los sabios expertos de la iglesia. Esta aproximación se acerca a la noción de lo escrito (y las escrituras y palabra sagradas) contra la noción de lo tradicional en el sentido de que la religión oficial se encuentra dentro de determinados límites de la expresión pública que van desde lo social y la creencia compartida en pequeños círculos de iglesia-comunidad hasta las grandes colectividades de creyentes. Lo popular quedaría comprendido hacia ambos márgenes de esta delimitación social: las creencias sancionadas por la doctrina se expresarían en rituales y textos cuyos márgenes estarían acotados, mientras que lo popular tendería a sobrepasar estos límites y exceder los alcances de lo oficial. No todo lo popular queda, en esta aproximación, fuera de los márgenes de lo oficial, pero sí tendería a extraviarse en la intimidad de la interpretación y el cuestionamiento individuales o en la multitudinaria expresión devocional poco conciente de los márgenes internos-externos de la ortodoxia.

Una cuarta aproximación: lo social y normal histórico.-
La cosa sería muy fácil si a los fenómenos que designamos con nuestras categorías y conceptos no les diera por cambiar. Una importante dualidad de procesos complica aun más la demarcación que ha ocupado tanto tiempo y ha requerido tanto espacio de las bibliotecas especializadas. Esta dualidad incluye un proceso de “institucionalización” de las devociones, las imágenes, los rituales, las historias, los documentos, los testimonios. En este proceso, en el caso específico del catolicismo, se inscribe también la canonización de los santos y beatos, que implica el reconocimiento oficial – institucional – de las vidas de ejemplar santidad. El otro proceso de esta dualidad es el de “popularización”, que incluye el que los creyentes saquen a las calles y sitios de devoción lo que estaba únicamente en los textos y en la parte de adentro de las cabezas de los pastores y teólogos.
Esta doble “puesta al día” de las prácticas populares de parte de la iglesia y de las teorías teológicas de parte del vulgo, conlleva la necesidad de reconocer que la distinción entre lo popular y lo institucional es histórica: lo que en un determinado momento no ha sido reconocido por la iglesia puede llegar a serlo, y lo que en determinadas épocas no ha sido practicado por los fieles de a pie descalzo, puede comenzar a forma parte de sus expresiones de fe. Inversamente, lo que en algunos momentos ha sido aceptado por las instituciones y sus consejos de pastores puede llegar a ser rechazado como contrario a la doctrina, así como algunas de las devociones pueden llegar a arrumbarse en las naves de los templos, en sacristías y bibliotecas después de haber pasado por el lucimiento de sus esplendores en las calles y plazas.

Una quinta aproximación: lo social normativo fuera del tiempo.-
Sin importar en qué momento histórico, señala esta aproximación, la distinción entre la religiosidad popular y la religión institucional se basa en criterios que no dependen de la época, sino de los límites de la institución. Según esta aproximación, cada una de las instituciones religiosas establecería, de una manera que no depende de los vaivenes del Zeitgeist, los límites entre el espíritu popular y el alma de la doctrina oficial. Las expresiones populares serían sensibles y contiguas a las oscilaciones de la moda pero el límite con lo oficial quedaría trazado en una ortodoxia y en una doctrina invariable por haber sido dictada por el logos divino. Esta noción de una ortodoxia invariable se ve cuestionada en algunos momentos históricos como cuando aparecen las “nuevas ediciones”, corregidas y aumentadas de la Biblia, que nos hacen dudar de que la gramática y los términos de los textos divinos hayan sido adecuadamente recogidos y traducidos en el pasado.
La visión según la cual lo religioso popular implica la expresión afectiva-emotiva-plañidera-cantadora mientras que lo religioso oficial abarca la formulación intelectual-formal-analítica del conocimiento del más allá, sería un ejemplo de esta quita aproximación. Para ella, las leyes de lo divino, de lo natural y de lo humano serían inmutables y serían simples datos inamovibles que harían más fácil distinguir entre lo oficial y lo popular y, de paso, entre lo herético y heterodoxo y lo ortodoxo y sancionado por dios (o por los dioses).

Algunos ejemplos de religiosidad popular y de religión institucional.-
Las cinco aproximaciones mencionadas en las líneas precedentes podrían quizá plantearse sin mayor recurso a los hechos empíricos y a la historia. De hecho, son aproximaciones tan abstractas que alguien podría formularlas sin necesidad de ver lo que ha sucedido en la historia y en distintas sociedades. Sin embargo, mi exposición en realidad parte de mi (limitada) observación de la realidad empírica, aderezada con los contrastes entre algunas visiones de instituciones realmente existentes.
Valdría la pena mencionar algunos ejemplos, que se desprenden principalmente del ámbito del catolicismo, pero que definitivamente pueden contrastarse con las expresiones populares en otras iglesias cristianas y quizá con las expresiones permitidas o prohibidas en otros ámbitos religiosos, institucionales y no. Una de los primeras instancias de delimitación entre lo popular y lo institucional es el de los santos como mediadores entre lo divino y lo humano. Para algunas iglesias, en especial las iglesias evangélicas y la insistencia en la comunicación directa con dios controla relativamente los afanes “popularizadores” de las vidas de santos milagrosos y conminan a la “vida santa” de los creyentes en Cristo. No obstante, el hecho de que exista un registro o canon de los santos en la iglesia católica conlleva la posibilidad de que las imágenes de santidad sean vistas por los creyentes como “especialmente milagrosas” no necesariamente vinculadas con la vida del santo cuya efigie se representa en santuarios y templos, sino que son las representaciones específicas las que se dotan de “milagrosidad” especializada.

Otro ejemplo, reciente si consideramos que data apenas de la época del Papa Karol Józef Wojtyła (1920-2005), lo constituye la manera en que prácticas previamente prohibidas, que se daban sólo en el ámbito de lo popular como el culto a la misericordia divina, devienen institucionales y son admitidas e incluso recomendadas cuando se reconoce a la promotora de este tipo de devoción, a María Faustina Kowalska (1905-1938), originaria de Cracovia al igual que Juan Pablo II, como santa digna de entrar en el canon. Las similitudes con otras prácticas populares no reconocidas por la iglesia (o las iglesias), como el culto a la santa muerte o a imágenes con mayor verosimilitud histórica como Jesús Malverde, hacen pensar en la posibilidad de que los límites entre lo popular y lo institucional sean violentados precisamente desde dentro de las iglesias para incluir devociones antes consideradas “absurdas”.

Las prácticas de automutilación son un ejemplo de esta ambigüedad: es permitido el silicio para los miembros oficialmente formados dentro de la institución católica, pero el sufrimiento auto-inflingido es visto como una práctica popular no aceptada por la iglesia cuando se expresa en peregrinaciones, mandas y otras formas penitenciales no impuestas por los “expertos de la iglesia”.


Epílogo.-
La mediación de santos, pastores, guías, libros o confesiones, no es la más ortodoxa de las prácticas vinculada con la religiosidad popular. De hecho, la religiosidad popular es precisamente el punto de partida para que la heterodoxia comience a colarse en la institución y en la religión institucionalizada. La doctrina oficial se ve vulnerada gracias a la creatividad y la terquedad popular, al tiempo que los arrestos, arrebatos y entusiasmos populares deben pasar por el tamiz de la reflexión pausada y el análisis de los expertos de las instituciones antes de pasar a formar parte de la religión institucional.
El transplantado problema de la demarcación que aquí planteo está todavía lejos de ser resuelto en cuanto a los criterios para distinguir, dentro del campo de lo religioso, lo que es popular frente a lo que es oficial. Me inclino incluso a pensar que este aparente problema es en realidad una aporía pues parece problema resoluble, pero a todas luces las soluciones que se le han dado son parciales y jamás serán definitivas dada la tensión entre las modas devocionales y las intenciones de control de lo que se debe o puede creer, la manera en que se de ha de constituir el ritual para expresarlo y los textos que los sancionan; estas intenciones, generadas desde dentro de las formas cristalizadas de la religión, se contraponen a la constante rebeldía del que cree en la hierofanía que se inserta en la vida cotidiana.

Notas.-


[1] De hecho, Popper utiliza las expresiones Abgrenzungsproblem y Demarkationsproblem. La primera expresión, emparentada con el término Grenz (frontera) resulta relativamente clara y directa. La traducción de la segunda al español, más cercana y literal, en realidad está emparentada además con el verbo merken (notar) que remite además a una noción epistemológica en el idioma del vienés Popper, la de “etwas zur Kenntnis nehmen” (tomar algo en cuenta o, menos literalmente, hacerlo parte del conocimiento).

martes, 22 de mayo de 2012

Ni te quejes


Hace unos diez años, aproximadamente por estas fechas, mi amigo Alfonso, al que en sus años mozos apodábamos “Concho” en vez de “Poncho”, como suele hacerse con los que llevan el nombre del rey sabio, se quejaba de que yo no lo había invitado a mi festejo de cumpleaños. Para mí, su apodo había sido indicador, durante todos esos años de conocerlo y de saber y ampliar su fama de conchudo, de que no necesitaría invitación en cuanto se enterara de que habría fiesta, comida y beberecua. Así que me extrañó su queja y aproveché para preguntarle por la fecha de su cumpleaños. Más sentimiento le dio que yo no la supiera, si él sabía la fecha de mi nacimiento gracias a que él había estado en varios festejos previos de mi gloriosa, humilde y modesta llegada a este planeta. Así que le dije que en esos casos, hay que hacer propaganda e invitar a los cuates a celebrar. “Entonces, ¿no me has invitado porque no soy tu cuate? A ver…” El sentido de mi sugerencia no era para remachar mi falta de atención al invitarlo, sino para recordarle que, desde hace varios años, una vez que me di cuenta de que me encanta celebrar mi cumpleaños y hasta hablo por teléfono a mi madre (y, hasta el año pasado, a mi padre, al que todavía felicito, aunque ya sólo en espíritu) para congratularlos por tan alegre acontecimiento en sus vidas, soy yo el encargado de decirles a los cuates que estoy por iniciar otro ciclo de 365 días (o de 366, según sea el caso).
Quizá no debí asumir que la conchudez que yo atribuía a mi amigo se extendería desde sus años de adolescencia hasta su edad adulta. Ya sabía yo que él no tenía grandes dificultades para aceptar invitaciones y hasta había sido testigo de que a veces él mismo cumplía ese trámite y se hacía invitar o directamente se auto-invitaba a las celebraciones de sus amigos. Así que a partir de esa ocasión renové la enjundia que he puesto en avisar a mis amigos, parientes, colegas, estudiantes, vecinos, conocidos y uno que otro transeúnte, sobre mi cumpleaños el 31 de mayo. Con el paso de los años, tras haber aprendido que algunos de mis amigos no necesariamente son amigos entre sí e incluso hay quienes son enemigos (a veces por mi culpa, pero a veces ya desde antes), he aprendido que no siempre se les puede hacer coincidir en el mismo tiempo y espacio. Quizá el divorcio de mis padres hace ya muchos años ayudó a establecer ese conocimiento y a la vez las condiciones, pues tenía que celebrar el cumpleaños con la una y luego con el otro. Y además escuchar, de parte de mi madre, una vez más la historia de que mi padre no había estado presente en el famoso y prestigiado hospital sobre la calle Colomos (en Guadalajara) el día en que yo nací y que peleó con la mitad de personal para que le creyeran que el chamaco (tan bonito, sano e inteligente) estaba ya asomando la cabeza. La costumbre de asomar la cabeza en donde soy invitado y a veces en donde no, tampoco la he perdido, pero sospecho que por eso he sido tan ecuánime y poco acelerado en la vida, para compensar el atropellado pleito protagonizado por mi madre esa tarde y que desembocó en su segundo parto y su primer hijo (el primer parto desembocó en su única hija). Así que, una vez celebrado mi cumpleaños con mi madre, iba y lo festejaba, ese día o al siguiente, con mi padre, en cuya casa las historias casi siempre eran diferentes y cuando él repetía alguna solía rematar: “¿ya te lo había contado? Pero no con tanto detalle”.
La celebración de mi cumpleaños con mi padre solía ser un poquito más multitudinaria que en la casa  materna y a ella asistían unas cuantas decenas de mis amigos. Mientras que mi madre suele expresar una cierta ansiedad por el “qué dirán” acerca de su casa y de la organización festiva, mi padre parecía estar ansioso por saber qué contarían los amigos en esta nueva celebración; así que el contraste entre ambos contextos se fue acentuando y la asistencia se concentró más en el espacio paterno que en el materno.
Con el paso de los años, mi amigo Alfonso ha decidido, en consonancia con su escasa publicidad por la fecha de su cumpleaños, que en realidad no es algo para celebrarse. Pasaditos los treinta, como estamos él y yo, y varios más de nuestros compañeros de la preparatoria, yo opino que es al contrario: cada año que pasa se reduce el número de oportunidades para reunirse con los amigos, en parte no sólo porque nos quedan menos días y años de vida, sino porque incluso el número y la asistencia de los amigos se reduce por culpa de los procesos biológicos: algunos se convierten en materia orgánica que reinicia un ciclo de re-encarnación (o de re-vegetalización) y otros dejan de tener movilidad y comienzan a considerar que la fiesta “es muy lejos” o “es muy tarde”, a veces tanto como después de las nueve de la noche.
Gracias a que mi padre nació un 25 de agosto, heredé el nombre de Luis, en vez de que me bautizaran Pedro, en consonancia con la principal santa del 31 de mayo. Mucho menos consideraron mis progenitores las posibilidades de Silvio, Nicolás, Noé, Jacobo o Félix. Para mi fortuna, y en consonancia con una de mis principales fobias, el día de mi cumpleaños se celebra además “el día mundial sin tabaco”. Claro que, pasados los años, de proponer una celebración vespertina, ésta pasó a nocturna (multitudinaria o no) y luego la extendí a novena, con el pretexto de que no siempre mis amigos quieren verse entre sí aunque yo suelo estar dispuesto a verlos y platicarles, a casi todos, la mayor parte del tiempo. Ahora, con las redes sociales y ahora que ya me acercó más a una edad “pasadita los cuarenta” estoy considerando extender la celebración siquiera a un par de novenarios, uno antes y otro después de “la mera fecha”.
Esta fecha, en la que nacieron personajes como Walt Whitman, Brooke Shields, Achille Damiano Ambrogio Ratti (Pío XI), Clint Eastwood, Pilar Montenegro y Margarita de Medici, es objeto de mi propia campaña publicitaria entre el conjunto de mis parientes, amigos y conocidos (que yo ambicionara tan nutrido como el correspondiente a “Conejo”, el personaje de Winnie the Pooh). No vaya a ser que luego me dé por quejarme porque ellos no me inviten a sus cumpleaños y otras ocasiones festivas o luctuosas. Mejor les hago saber, cada vez que me sea posible, desde que faltan diez días para el 31 de mayo y luego, cuando apenas estamos en los diez días posteriores. No importa que haya multitudes o que las festividades incluyan apenas a unos cuantos, la celebración personal y social de la vida en este planeta suele ser bastante divertida, ya sea que se conmemore el inicio de la existencia propia o de la ajena. No te quejes si la gente no te invita, si por tu parte te has olvidado de visitarla y celebrar con ella, o si te da por quejarte o sentirte en la decrepitud cuando se trata de tus ocasiones de festejo o de los momentos en que necesitas apoyo en los tránsitos difíciles. Como el de pasar de estudiante a desempleado, por ejemplo, o de ser un viejo mayor de treinta años a ser un  jovencito de cincuenta.






viernes, 18 de mayo de 2012

La ley de Haddow y los faits accomplis en la academia


La ley de Haddow y los faits accomplis en la academia

Ningún administrador de la ciencia debe perder de vista la ley de Haddow:
la labor del administrador es recabar dinero, y la del científico es gastarlo.
Peter B. Medawar (2011:83)



El obituario escrito por E. Boyland y R. J. C. Harris al año siguiente de la muerte de Sir Alexander Haddow (1907-1976), Director del Chester Beatty Research Institute para combatir el cáncer, en Inglaterra, detalla: He once queried the right of a finance committee to make judgments on research policy: “Your function”, he said, “is to find the money; it is my function to spend it”. La prescripción quizá no viene al caso en la institución académica en la que los lectores realizaron sus estudios o, en el caso de que los lectores se dediquen a la academia, en la que trabajan. Probablemente como estudiantes o como profesores e investigadores han experimentado que los funcionarios de su universidad son extremadamente obedientes de la ley de Haddow y no aspiran sino a servir como buenos administradores. Probablemente la queja de que los administradores utilicen el dinero según su criterio, y no según las solicitudes y necesidades de la investigación científica esté fuera de lugar en la institución en la que estudian o trabajan los lectores de este comentario.
Esa posibilidad de que los administradores gasten el dinero y prefieran hacer que los investigadores lo gestionen está muy alejada de la realidad. ¿A quién se le ocurriría pedir que los académicos soliciten dinero a sus universidades únicamente después de haber asegurado los apoyos de fundaciones internacionales o de los consejos de ciencia de su país? Claro que a ningún administrador se le ocurriría eso. Los administradores de las universidades locales saben muy bien que no están ahí para recibir altos sueldos, ni para gastar el dinero a discreción en viajes, festivales y presentaciones suntuosas, sino para gestionar recursos para el avance del conocimiento y la formación de los futuros profesionistas. Ningún funcionario, conciente de que su función es gestionar y administrar, tiene un sueldo mayor que cualquier académico. Como administrador está conciente de que debe establecer los fondos para que se haga investigación dentro y fuera de los cubículos, que se deben comprar y producir materiales impresos y digitales, que deben gestionarse espacios para el diálogo y el intercambio de información, experiencias y estrategias de recopilación y análisis de la información.
¿A qué administrador se le ocurriría cerrar auditorios, aulas o laboratorios sólo porque existiera la posibilidad de que en ellos se reunieran los académicos para discutir asuntos relacionados con el funcionamiento de las instituciones académicas? ¿A qué funcionario se le ocurriría pensar que es el jefe de los académicos y que ellos deben obedecer sus órdenes, estando ya establecido que son los administradores quienes deben apoyar a las funciones sustantivas de la universidad? Claramente, en el contexto de quienes leen este texto, la probabilidad de que los funcionarios tengan guardaespaldas y se sienten en enormes oficinas con múltiples teléfonos y otras comodidades de la vida moderna, con gastos pagados a partir del presupuesto universitario, es bastante cercana a cero.
Concientes de que en las universidades de nuestra localidad, región y país los administradores conocen y aplican al dedillo la ley de Sir Alexander Haddow, incluso desde antes de que él la profiriera, podríamos pensar que ninguno de ellos aplica el razonamiento de los faits accomplis que se aplicó durante los inicios del colonialismo moderno (en la época de entreguerras). Según ese razonamiento de los “hechos consumados”, si las metrópolis ya habían convertido a determinados territorios en sus colonias, lo más lógico sería que se les protegiera. Los administradores de nuestras universidades jamás serían capaces de maquinar algo así como: “si ya gastamos el dinero para investigación en un festival que excluye a nuestros académicos, es fácil que lo volvamos a hacer. Y si el festival ya se hizo, es mejor no rendir cuentas de cuánto dinero y ni qué proporción de los fondos disponibles en la institución se gastaron en él”. Según este razonamiento, los administradores podrían anular proyectos, laboratorios, centros y pensar: “ya ni modo, ya se cerró y no volveremos a financiar algo para lo que se nos acabó el dinero. Ni que nuestro trabajo fuera gestionar que hubiera recursos y que hubiera académicos que impulsaran proyectos de investigación”. ¡Nuncamente de los jamases! Bien sabemos que los funcionarios de las universidades de nuestra localidad, región y país son disciplinados y además rinden cuentas de los destinos de cada uno de los centavos que gestionaron y luego entregaron a los académicos para que los gastaran con el propósito de hacer avanzar la ciencia y la formación de nuevos profesionales (algunos de los cuales serán, a su vez, académicos o administradores). Jamás se les ocurriría pensar que son ellos quienes deben evaluar si deben iniciar, continuar o suprimir proyectos y centros de investigación.
Por citar un ejemplo cercano de algo que jamás sucedería, que sería inconcebible e increíble, además de inaudito: jamás a algún funcionario se le ocurriría gastar el dinero en cambios cosméticos a los centros académicos en vez de privilegiar las intervenciones necesarias, ni propondría ante los consejos de centro y general de la universidad la desaparición de departamentos y centros académicos dedicados al estudio de la cultura regional o de la cinematografía. ¿No sería inconcebible que, ante la necesidad de conseguir recursos y personal, se dedicara a cerrar proyectos en vez de gestionar recursos y de consultar a los académicos para ver la manera, las metas y el ritmo en que se gastarán los dineros?
¿No sería imposible que los administradores, obedientes de las normatividades académicas y de la Ley de Haddow, desoyeran a académicos y estudiantes cuando estos plantearan proyectos, formas de actuación y acciones que implican el gasto de dinero de las instituciones académicas? Claro que todos los funcionarios de las universidades locales, regionales y nacionales se desvelan pensando en cómo hacer más eficiente el gasto, en vez de preocuparse por repetirse y eternizarse en el cargo. Lo que les interesa es servir a la institución académica, no el conservar sus sueldos y puestos y por ello consultan con regularidad a estudiantes, egresados, académicos y a quienes reciben los servicios de la institución académica por la que tanto se desvelan. 
Ninguno de los administradores de las instituciones académicas en la que has estudiado o en la que has trabajado como formador de profesionales o como investigador sería capaz de imponer su voluntad y gastar el dinero en lo que se le diera la gana en vez de encauzarlo a la formación y la investigación y la generación de conocimientos. ¿O sí? ¿Conoces alguno de estos rarísimos casos?


Nota. La referencia a la ley de Haddow aparece en: Medawar, Peter B. 2011. Consejos a un joven científico. Crítica. Barcelona. Traducción de Juan José Utrilla.