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martes, 24 de abril de 2012

“¡Qué trabajos para morirse!”


“Ya llevo como diez especialistas: infectólogo, cardiólogo, nefrólogo, angiólogo, otorrinos… De esos llevo ya seis…”, comentaba mi padre en sus últimos días de vida. Él insistió mucho, desde aquellos años cuando yo lo acompañaba a pasar visita en los hospitales o en las casas de sus pacientes, en la importancia de que la gente muriera en su casa y en que el papel del médico era “ayudar a la gente a bien morir”, más que darle medicinas. Mi padre creía que el buen internista debía ser capaz de diagnosticar las enfermedades y estar al tanto de las condiciones de vida de la sociedad y de la epidemiología, pues eso ayudaba a ser más atinados en el diagnóstico clínico.
Recuerdo que cuando éramos niños decía que no le convenía que saliera mucho tiempo de vacaciones porque entonces sus pacientes se iban a dar cuenta de que no necesitaban de médico sino en realidad de alguien que los escuchara. Estaba conciente, además, de que muchos de ellos mejoraban con sólo ir a verlo y que no era tanto el tiempo que dedicara a “agarrar panzas” y percutir el hígado de cada paciente lo más terapéutico de la consulta, ni tampoco lo era el efecto de la medicina que les recetara, sino, en buena parte, “el chisme”. Fue a partir de él que aprendí que la gente tiene una necesidad de narrar que años más tarde los antropólogos de la medicina y de la salud resaltarían como parte importante de la llamada medicina humanista (en el sentido del “enfoque humanista” de la psicología, con Carl Rogers y otros seguidores). Con humor y cierto orgullo comentaba que “se curan con sólo ver al Dr. Morán”.
De los peligros de la hipertensión arterial nos advirtió a hijos y sobrinos, pues insistía en que tenía que ver con un “defecto de fábrica” que llevamos los miembros de la familia Morán. A pesar de su insistencia en que sus pacientes y sus familiares no tomáramos medicina en exceso, yo solía comentarle que su desayuno parecía de astronauta pues tomaba varias cápsulas y pastillas después de los alimentos sólidos de la mañana, entre ellas las destinadas a reducir la presión. En sus viajes a Lagos y a León y algunos otros fuera de Guadalajara, solía llevar una cajita con múltiples medicamentos y comentaba que tenía que tomar “como ochenta pastillas” antes de comenzar el día y otras tantas antes de dormir.
Aunque le encantaba charlar con sus colegas sobre casos clínicos y epidemiológicos, no le gustaba ir con los médicos como paciente y una de las razones que aducía para evitar esas visitas era que le iban a recetar “catorce cosas” y que, además, “¿quién va a saber más de medicina que el Dr. Morán?”. Que mejor él se recetaba solo. Algunas veces, ante sus negativas a ir a consulta, le insistí en que de esas catorce cosas, él tendría el conocimiento suficiente para saber cómo reducir esa cantidad y quedarse únicamente con siete de ellas. Supongo que de algún modo siempre estuvo haciendo cálculos químico-matemáticos cuando le recetaban determinados medicamentos.
Hace un par de años, cuando él todavía dirigía el Consejo de Trasplantes, le dijo a mi esposa, a la que conocí por él y quien en ese entonces era su colaboradora, acerca de su insuficiencia renal. “Y no me voy a dejar dializar”, enfatizó. La primera vez que fui a verlo a su casa después de esa noticia, acompañado de mi hijo menor, que comenzaba a caminar y a explorar el mundo, no pude hablar con él acerca de la insuficiencia pues se me arrasaban los ojos al intentar abordar el tema. Usé de pretexto el que mi hijo no dejaba de explorar su casa y que yo lo seguía por todas partes para retirarme a mi casa y seguir el llanto. Días más tarde me dijo, por teléfono, que “la insuficiencia es algo de esperarse en  un viejo de ochenta años. Ya mis riñones han funcionado mucho tiempo y han dado lo que podían dar, así que no se puede hacer mucho más. Ni diálisis ni trasplante”. 
El primero de junio de 2011, estando en su casa del fraccionamiento Paseos del Sol, se negó a que lo lleváramos al hospital y, en contra de sus indicaciones, le hablé a Juan José Morales, quien es mi amigo gracias a ser hijo de Alfonso Morales, uno de sus compañeros y amigos desde sus épocas en el Instituto de Ciencias y en la Facultad de Medicina. Juan José pidió que lleváramos a mi padre al hospital y mi padre se negó, así que salí de su casa y fui a trabajar. Minutos después, me habló Lourdes, su esposa, para decirme que iban saliendo al Hospital de la Trinidad. Juan José y yo llegamos, cada uno desde distintos puntos de  origen, llegamos al mismo tiempo al hospital. Lo encontramos en urgencias y ya con la bata de hospital. Al llevarlo, en la silla de ruedas y con ese atuendo, una de las monjas le preguntó: “¡Dr. Morán! ¿Qué anda haciendo por acá en silla de ruedas?” A pesar de estar casi en shock, le contestó: “¡me estoy muriendo! Por su culpa, porque ustedes no rezan bien”. Minutos después, efectivamente tuvo un infarto y su cardiólogo, Jesús Espinosa, no sólo llegó oportunamente, sino que actuó a tiempo para llevarlo a resucitación y a cuidados intensivos.
Del hospital de la Trinidad salió cinco días después, mismos que a él le parecieron años. Entre las alucinaciones que tuvo en esos días imaginaba que se trataba de una fiesta y a veces preguntaba, ante la visita de alguno de sus amigos o ex – alumnos: “¿quién invitó a (fulano) a la fiesta?” A veces decía que ya estaba cansado de ese experimento y que se quería ir a su casa. Cuando le preguntaban los residentes en dónde vivía, él contestaba “en Santa Anita” (y no en Paseos del Sol). Después de ese periodo en el hospital, ya nunca regresó a dar consulta. Sólo volvió a su consultorio, semanas después, para seleccionar los libros que se llevaría a su casa en “el latifundio” en Santa Anita. Ya en el último fin de semana de mayo de 2011, me había contado que la consulta del jueves anterior (26 de mayo), le había costado mucho trabajo moverse de su silla, detrás del escritorio, al sillón que tenía junto a la cama de exploración. “¡Y para levantar el estetoscopio!, ¡Y para percutir a los pacientes! Más parecía que el paciente era yo cuando les pedía que me ayudaran a pararme para volver al escritorio”.
Mi padre era miembro de un comité que en el 2013 organiza los festejos por el 450 aniversario de la fundación de Lagos de Moreno. Me comentó que habría una reunión de ese comité el 9 de marzo en la Casa de la Cultura de Lagos, pero que él no podría ir, y me pidió que fuera en su lugar. “¿Y qué les digo si me preguntan? Yo sólo sé que Lagos es el orgullo de la humanidad y el Dr. Morán es el orgullo de Lagos. ¿Les digo eso?”, le comenté, anticipando que mi papel no podría ser el mismo que él desempeñaría. Se me quedó viendo y dijo: “pues sí: tú habla bien de Lagos y de tu padre”. Así que fui a la reunión, que en realidad fue poco ritual y se enfocó a los aspectos prácticos de la celebración del aniversario. Volví con un breve reporte de lo sucedido en la reunión y con una lista de los nombres de quienes le mandaban saludos desde su ciudad natal.
El último mes de vida de mi padre, del 16 de marzo al 17 de abril, fue para él doloroso física y moralmente, pues se sentía, según su propia expresión: “totalmente desforzado”. Tuvo ingresos en el hospital en junio, octubre y diciembre del 2011 y solía decir que se había envejecido especialmente después de octubre. En octubre lo habíamos llevado a Puerta de Hierro-Sur un día húmedo y lluvioso y en un principio también se negó a ir diciendo: “ya me voy a morir aquí, ya ni vale la pena el viaje”. A pesar de ir recostado en el asiento de atrás de su camioneta entre Lourdes (su esposa) e Irene (mi esposa), mientras yo manejaba por el camino de terracería que hay entre el latifundio y el Camino Real de Colima, dijo, un poco con el humor de la abuela Mercedes: “¿Por qué tanto brinco? ¿Se necesita tanto brinco?”
A pesar de que en las últimas semanas de vida se sintió débil y adolorido de las rodillas, los brazos, la espalda, entre otras partes del cuerpo, comentó en algún momento: “estoy viejo pero todavía no me quiero morir”. Y, ya con los tapones en la nariz por el sangrado nasal que le comenzó desde el 15 de marzo, se quejaba de que no podía respirar por la boca. Cada mañana, al salir de su recámara, de la que insistía en que levantara su esposa y quienes estuviéramos en su casa, preguntaba la hora y pedía que paráramos frente al espejo “para ver cómo me veo”. A veces decía: “¡huy qué viejo me veo hoy!”. Pero también era frecuente que dijera: “¡Qué guapo!” y que se acomodara algún mechón de pelo que él consideraba fuera de su lugar. La mañana del martes 17 de abril, al salir, rumbo a que le pusieran un nuevo catéter en el Hospital Puerta de Hierro-Norte, comentó: “hoy me veo más joven que ayer”.
Hablé por teléfono con él, un rato más tarde, como a las 12:30, pues su esposa me dijo que él me esperaba en el hospital y me comunicó con él. Le expliqué que estaba revisando una tesis de una estudiante de El Colegio de Jalisco y que luego iría por sus nietos (mis hijos) a la escuela a las dos de la tarde. Le prometí ir a verlo después de comer. Me comentó: “pues aquí estoy otra vez. Para que veas qué influyente, con un cuarto más grande y más elegante”.
Su procedimiento comenzó a las tres de la tarde, así que lo visité cerca de las cinco. Lo saludé, me pidió que le hiciera masaje en el pie izquierdo, pero luego pidió que fuera Lourdes quien se lo hiciera. Entre ella y yo lo volteamos en la cama de hospital, una de esas camas de las que siempre se quejó y se quedó dormido plácidamente, por un periodo más largo de lo que había sido su costumbre en las últimas semanas. Un rato después regresé a mi casa. Mi hermana y mi sobrino estuvieron con él esa noche y lo acompañaron mientras él cenaba.
La siguiente vez que lo vi, ya no había más prisas por cambiarlo de posición, por ayudarle a cambiar de silla o de alguna silla a la cama. Sus parientes, sus pacientes, sus colegas, sus amigos, sus compañeros, nuestros familiares, nuestros estudiantes, nos han recordado una y otra vez que, aunque da mucho trabajo morirse, también es algo que nos sucederá a todos. Aun a los que han sido tan queridos como él…y a los que extrañaremos en tantos de nuestros actos cotidianos.

jueves, 22 de julio de 2010

El hermano menor

De mis hijos extrañaré sobre todo sus infancias. Mañana, 23 de julio, cumple tres años el mayor de ellos. Ése que me convirtió en padre de un cachito de cachorrito. Tres meses después, cumple dos años el segundo. Sus exactos quince meses de distancia repiten, casual o providencialmente, un patrón que ya mis padres habían ensayado, aunque sin tanta exactitud. De la fecha de nacimiento de mi hermana a mí, hay 15 meses menos tres días; de mi fecha de nacimiento a la de mi hermano menor hay 36 meses menos tres días. Pero si mi llegada tenía cierta justificación por el hecho de la lentitud propia de los varones frente a las mujeres, para asegurar que la distancia en términos de desarrollo infantil fuera más o menos equitativa entre los tres, en el caso de la diferencia de meses entre el mayor y el menor de mis hijos parece obedecer a una intención de igualarlos en desarrollo.

Ser hermano de alguien implica ya una comparación. La fraternidad es un término “relacional”; y si se es hermano, no queda más remedio que serlo mayor o menor. Así me lo confirma mi amigo y tocayo Luis, gemel, quien suele resaltar que el mayor es él, pues nació unos segundos antes. Ser mayor, lógicamente significaría simplemente llegar antes y comenzar a aprender y a desarrollarse antes y obligar desde antes a los progenitores a aprender cómo manejarse frente a su descendencia. Y los progenitores sólo pueden ser primerizos con el hermano/hermana mayor, pero nunca más. En eso los hermanos mayores son como la primera impresión. No hay nada anterior a lo que pueda recurrirse: ni la experiencia con los sobrinos, ni la adquirida como adultos frente a otros niños, ni la que adquirimos en la infancia y a la que los recuerdos de esta época de nuestras vidas quisieran arrancar sabiduría.

El problema con los hijos menores es que no siempre se puede suponer que lo aprendido como padres con los hijos mayores se puede aplicar a ellos. El hermano menor de mi hijo mayor se anunció con cierto aire casual: “llego, aunque no se hayan esforzado y angustiado por mi llegada…pero llego pronto”. Mientras que del hijo mayor queríamos que se anunciara pronto, y mis amigos hasta me felicitaban por tener que dejar el ejercicio diurno para guardar energía para que mis avejentados genes lograran fructificar en el ejercicio nocturno, el hijo menor llegó a pesar de haber retomado el ejercicio físico, y de los desvelos y cansancios provocados por el mayor.

Del mayor creímos que tendría problemas de oído, hasta que el pediatra nos explicó que estaba demasiado débil para protestar; llegamos a creer que era bizco, pues en algunas fotos un ojo “como que se le iba para allá”, hasta que la oftalmóloga nos explicó que era que simplemente el puente de la nariz era congruente con estar “tan cabezón”, como lo diagnósticó con franqueza su primo Óscar. Del menor no tuvimos tiempo de preguntarnos, ni de dudar, ni de plantearnos, padres hipocondríacos con el primero, si oía, pues sus protestas ante los más leves ruidos se dejaban comentar cada mañana hasta por la vecina de al lado, que parecía llevar el registro de las horas del llanto y de la exigencia de leche.

Se parece a tu hermano, declaraba mi suegra. Se parece a tu cuñado, declaraban otras. ¡Qué bonito tu hijo! Seguramente se parece a tu esposa…opinaban otras más, con lo que mi madre se sentía cada vez más derrotada, pues parecía reconocer, sin declararlo, que sus hijos no habían salido tan bellos como los de su nuera. Orgullosa de que jamás haya habido chamacos mejor aspectados que él y su hermano mayor, su madre le preguntaba “¿quién es el más guapo?” hasta que contestó, con una voz que probablemente articuló y comprendió el vocablo antes que su hermano: “¡yo!”, y se soltó a reir, como si entendiera ése y los otros chistes que nos hacían sonreir al verlo.

Tener un hermano menor no es fácil. Aparte de que se supone que quienes somos hermanos mayores de alguien más, tenemos la obligación de educarlo, el problema es cuando ese hermano no está de acuerdo con las prácticas anticuadas con las que fuimos educados unos meses atrás. Y si mi hermana asumió la tarea de educar a sus dos hermanos menores como si ella fuera mucho mayor, mi hermano menor no sólo prescindió de mis apoyos educativos, sino que se las arregló para ser tan listo como para educarme él a mí. En esa tradición invertida, mi hijo menor se las arregló para comenzar a enseñarle palabras, movimientos, pasos de baile, gritos, paciencia, a su hermano menor. Y si mi hermano menor me daba los argumentos centrales de algunos de mis trabajos de maestría cuando él estaba en la licenciatura, este hermano menor pronto comprendió que el llanto de su hermano no implicaba que hubiera una amenaza latente para todos los bebés de la casa, y pronto dejó de ser solidario con los llantos anhelantes del mayor.

Uno de mis estudiantes me felicitó por el nuevo crío y a la vez aprovecho para advertirme que, aparte de que ser hermano mayor puede no ser fácil, el ser hermano menor puede ser una carga. “Yo soy el menor de varios hermanos y cuando llegué parece que ya todo mundo estaba cansado y aburrido de tener bebés, así que ya no me hacían mucho caso. Hágale caso también al menor”. Y mientras tanto, el que había sido el único niño, rey y tirano de la casa, me tironeaba para que no me acercara a la cuna del menor, que llegaba a invadir no sólo lo que antes fue su espacio, sino a llenar de ocupaciones y preocupaciones el tiempo de unos padres que sólo eran para él. Así que durante las primeras semanas de existencia del menor tuve pocas oportunidades de abrazarlo y tenía que esperar a dormir al mayor para admirar al bebé de ojos y labios iguales a los de su madre. Y si el término de hermano es relacional y comparativo, el de la rivalidad fraternal, que tanto ha fascinado a los psicoanalistas, parece implicar que los niños comienzan a hacer cuentas y cálculos matemáticos del tiempo que los padres les dedicamos. Y a hacer cuentas del tiempo relativo que le dedicamos al hermano. “¿Por qué a él sí lo llevan, lo miman, le compran, le hacen, le toleran…y a MÍ NO?”, nos preguntamos, magnificando las atenciones que le prodigan al hermano y decretando que por mucho que nos den, mientras no sea todo, seguirá siendo poco.

En esa rivalidad, el hermano menor se enfrasca en conquistar un territorio y un tiempo de los padres que antes era exclusivo y que para él jamás lo será: hay ya un ocupante con el que hay que compartir a los progenitores, los espacios, los tiempos, la comida, los juguetes, las asientos en la carreola, en el vehículo familiar, los ojos de los abuelos, de los amigos, las fatigas y las energías de los padres. Así que nuestro hijo menor, en sus primera semanas, parecía haber decidido dejarme como territorio perdido ante la insistencia del primero en alejarme, y apropiarse de la madre todo el día: se negaba a dormir, a comer, a dejar de llorar si no tenía los brazos calientitos de su madre alrededor de él y aprendió a dormir en su abdomen para asegurar que seguía ahí, debajo de él.

El mayor acabó por aprender que la madre era territorio perdido en esa lucha fraternal: así que aprendió a dormir en mi abdomen, a asegurar que estuviera yo presente cuando él despertara, a jalonearme para alejarme del hermano…Hasta que decidimos turnarnos, en cuartos separados y alternadamente, para cuidar a uno y a otro. El mayor comenzó a entender que al menos una vez sí y otra no, su madre estaría ahí presente para atenderlo; mientras que el menor comenzó a entender que una vez no y otra vez sí, su padre estaría ahí para hacer lo que alternadamente haría la madre.

Llegó un momento en que comencé a entender algunas de las implicaciones de lo que alguna vez me dijo una colega en la universidad al ver a mi primero hijo, con apenas unos cuantos meses de edad: “uno quisiera que se quedaran así, que no crecieran”. Mi reacción ante esa frase fue: “¡No! Yo no quiero eso, quiero que crezca, que camine, que hable, que haga cosas y gracias”. Pero ahora veo, sobre todo por la rapidez con la que se desarrolla el hermano menor, que su infancia se va. Que de los “diez talentos” que alguna vez se dijo que contaba su abuelo, “y de los que no hay que desperdiciar ninguno”, remataba el comentarista, mi hijo menor quisiera aprenderlos, derrocharlos, mostrarlos todos antes de llegar al jardín de niños, y dedicarse pronto a trazar círculos, comer con sus propios cubiertos, caminar por las plazas comerciales sin dar la mano, cantar y bailar como el que más, platicar con el hermano mayor y contar chistes sin palabras, salir a la calle en cuanto despierta, tallarse sólo mientras se baña. Mientras el hermano mayor nos sigue pidiendo su “bibi-leche”, el menor se las arregla para tomar agua en un vaso, esperar a que le quitemos el pañal para orinar, presionar todos los botones de su reproductor de DVD’s hasta encontrar el que sirve para detener o avanzar, a su antojo, la película que ha escogido de entre sus favoritas de “¡pato!, ¡pánte! ¡león! ¡barney!” Y con ello nos advierte que, por más lento que queramos que vayan, o por más que nos preocupe que no avancen lo suficiente, pronto nuestros bebés (en especial el menor) lograrán su autonomía y se irán a la escuela, a las casas de los amigos y los parientes, al mundo, sin que podamos ya detenerlos. Nos recuerdan que la temible adolescencia, con sus silencios, aislamientos, soledades, crecimientos, golpes, sufrimientos, errores y su imposibilidad de volver atrás, se cierne también sobre ellos. Y su infancia se habrá acabado, junto con sus exigencias, pero su autonomía acabará por llevarse su caminar a saltitos, sus ojos sorprendidos, sus dulces “¡papá, papá, papá!”

Lento como su padre y casi tanto como su abuelo, el hermano mayor comenzó a decir palabras e intentar hilar frase sólo ante el ejemplo que le ponía su hermano menor. Preocupada, su madre comentaba con mi padre: “¿cuándo va a hablar? ¡Qué preoupación que se angustie por expesar algo y que nosotros ya no le entendamos qué quiere!” El abuelo, que no estuvo en un jardín de niños, respondía que él mismo había comenzado a hablar a los cinco años…”así que no te preocupes, algún día hablará”. Pero parece que tanto Froebel como Montessori tenían razón: el desarrollo de varias habilidades en la infancia está relacionado con la socialización. Así que los progenitores, en especial los que tendemos a “entender” y a “adivinar” lo que quieren los hijos, habíamos estado frenando el aprendizaje del lenguaje del mayor, quien comenzaba a comunicarse más cuando lo visitaban los primos, hablantines y deseosos de cosas y actividades que sabían pedir y reclamar. Las visitas recíprocas y el apoyo del hermano menor (que sirvió de reto y ejemplo para hablar y bailar) quizá deriven en que para entender y re-contar los chistes el mayor haya de preguntar al menor.

En mis tiempos en que visitaba la escuela de psicología (en la que no estudiaba gran cosa), solía hablarse de “efectos en la secuencia” sobre el comportamiento. El razonamiento, muy conductista, era muy simple: si primero los “sujetos” (palomas, ratas, niños, chimpances, estudiantes de psicología, transeúntes, que son los sujetos clásicos de estudio de tan indisciplinada disciplina) se comportan de una forma determinada, es difícil que aprendan otra forma posteriormente. Así que, de alguna manera, lo que se aprende primero afecta lo que se aprende y lo que se puede aprender después. Mi esposa y yo solemos peguntarnos si el orden de nacimiento de nuestros hijos hubiera tenido otra secuencia: ¿habríamos asumido con la tranquilidad (relativa) con la que asumimos el anuncio de la llegada del segundo hijo, de haber sido el primero tan “movidoso” desde el útero y luego fuera de él como lo fue el segundo? ¿Habríamos entrado en pánico si el primero hubiera sido tan difícil de seguir, tan activo desde el momento de abrir los ojos en la mañana, tan perceptivo de los momentos de hilaridad y de la diferencia entre jugar y sufrir como resultó el segundo?

Mi hijo mayor y yo resultamos un poco más lentos de aprendizaje que nuestros respectivos hermanos menores. Aunque con los años eso tiene la ventaja de que uno puede aprender varias cosas de la vida sin tener que esperar a que nos las expliquen los contemporáneos o los maestros, mientras tanto (al menos yo) queda la sensación, al tener hermanos más perceptivos, de que algo nos falla, de que hay que enojarse con el otro porque entiende antes lo que debería entender después. Y que debería ser “después que yo, pues el mayor soy yo”.

Afortunadamente, aun cuando tardé varios años en entender que el cumpleaños de mi hermano llegara tres días antes que el mío (“¿por qué él cumple antes, si yo soy mayor?”), acabé aceptando que mientras que los hermanos absolutamente mayores tienen que sufrir el dejar de ser hijos únicos a nuestra llegada, los hermanos menores nos ayudan a comprender que también ellos tienen que reclamar sus espacios y sus porciones de tiempo y atención de los progenitores. La hija de mi esposa, mayor por 16 años que mi hijo mayor, nos expresó, en tono de broma, que su herencia, de “un peso”, se dividía cada vez más. En vez de un peso, se convirtió en 50 centavos y luego en tan sólo 34 centavos (es la mayor, así que le corresponde un centavo más por antigüedad). Inversamente, el problema de los hermanos menores es que son escasas las ocasiones en que pueden disfrutar del total de la atención, los recursos, la juventud, de los progenitores, pues estos recursos ya han quedado algo desgastados por los mayores. Queda a los menores el no deleznable consuelo de llegar a un mundo en el que ya los mayores han dado algunas sesiones de entrenamiento a los progenitores.

Claro que algunos progenitores somos de más lento aprendizaje que otros…

martes, 20 de mayo de 2008

Lo único bueno



Mi suegro devela a mi hijo la verdad y le informa que él es “lo único bueno que ha tenido tu padre”. El nieto interpelado todavía no se da cuenta cabal del significado de lo que otros dicen, pero es probable que comience a darse cuenta de que la inmediata atención de los adultos a su alrededor es una medida de su propia calidad. Yo mismo había ignorado durante décadas el significado de palabras como “lo bueno”, “lo bello”, “lo verdadero” y otra serie de expresiones tan caras a los filósofos que tanto se esfuerzan en llenarlas de significados. Sin embargo, los lectores aficionados no solemos llegar a comprender tanto como los profesionales de la conceptualización quisieran hacernos advertir.
Ante mis amigos filósofos profesionales, sin embargo, sigue viva la discusión acerca de cómo definir lo bello y si la belleza se encuentra en lo ojos del observador o se trata de una cualidad de lo observado. Ignorante de los vericuetos argumentales de ésa y otras disciplinas encargadas de tales discusiones, declaro que de hecho el asunto está ya zanjado pues mi hijo demuestra que se puede ser “objetivamente bello”, independientemente de que yo sea padre del ser que se convierte en la medida universal de la belleza. Por extensión me ha dado en pensar no sólo en que las pobres niñas se enamorarán de mi cachorrito en cuanto empiecen a frecuentarlo en el jardín de niños, pues, según mi “objetivo” razonamiento, es claro que también se puede ser “objetivamente bueno” (como se insinúa en la declaración de mi suegro) y “objetivamente cautivador”.
Mientras los filósofos siguen discutiendo asuntos que el nacimiento de mi hijo ha dejado ya resueltos, son ahora las cuestiones de la vida práctica y cotidiana las que faltan por resolver. Algo que va más allá de la idea de que entre mi esposa y yo acabaremos de pagar la deuda que contrajimos para comprar una casa en la que cupiera nuestro cachorro cuando éste ya casi termine la licenciatura (suponiendo que decida seguir el camino de los títulos universitarios y no repita demasiados grados, en cuyo caso podríamos terminar antes que él). Esas ideas “trascendentes” incluyen la preocupación por el menú matinal, por ver los adelantos cotidianos en estatura y peso pero que no salgan todavía los dientes, la inquietud por la manera en que sus habilidades crecientes se convierten en peligros para él mismo: ¿se caerá cuando comience a girar, gatear, caminar, correr?, ¿se enfermará cuando comience a comer el polvo y la tierra que encuentre y recolecte en su camino?, ¿se golpeará?, ¿sufrirá? Por supuesto que la respuesta a todas esas angustias es siempre afirmativa, pero los padres y madres al menos en teoría intentamos que el grado de las caídas, enfermedades, golpes, sufrimientos, además de los raspones, fracasos, resbalones, no sea impedimento para llegar al próximo descalabro, con todos los pequeños éxitos que habrán de antecederle.
Y además están las otras preguntas que a los padres nos vinculan con los filósofos de otros lugares y momentos: ¿podré vivir hasta que llegue a la escuela primaria?, ¿podré conocer a mis propios nietos?, ¿será mi hijo tan lento como yo fui como para espetarme la injusticia que yo cometí con mis padres al no tener hijos cuando todavía estaban en su juventud?, ¿o será acaso tan egoísta que comience a producir descendencia antes de poderla alimentar, vestir, apreciar y angustiarse terriblemente por ella de modo que sean los abuelos los encargados de acabarse las uñas y el sudor del semblante?, ¿tendré la salud, la energía, el tiempo, las ideas y los ingresos como para hacer de este ser, el más hermoso y bueno del universo, una persona de bien?, ¿se convertirá en un premio Nóbel de alguna disciplina todavía por inventarse?
He ahí el problema de al fin tener algo bueno: hay que pensarle mucho para encontrar las maneras de que ese ser también desee seguir en posesión nuestra sin renunciar a sus aspiraciones y derechos a la autonomía y para perfeccionar lo que ya con sólo verlo sabemos totalmente perfecto e irrepetible. A un grado que nos hace afirmar, con toda la razón y a la vez con todo el olvido de que también en otras latitudes y en otros afectos se genera ese mismo razonamiento, el gusto que nos da el habernos encontrado con el ser humano más perfecto que se haya concebido jamás.
Ha de ser por eso que, como dice mi amigo Alfonso, los padres insistimos en creer que los hijos son muy avispados sólo porque tiemblan cuando tienen frío, sudan cuando tienen calor, lloran cuando tienen hambre, duermen cuando tienen sueño. Qué inteligentes son que logran utilizar los mejores mecanismos, probados ya por millones de humanos, para comunicarse con las generaciones previas para entrenarnos en su supervivencia.