viernes, 30 de enero de 2015

Mi propio plan de austeridad


Como a los ricos de espíritu eventualmente nos afectan (aunque en menor medida) las crisis económicas, he cavilado últimamente en cómo podríamos remontar la escasez en que se ve inmersa la materialidad en que se sostiene nuestra alma inmortal.
Para comenzar, he considerado que eso de trabajar es muy desgastante, y como la austeridad se propone reducir el gasto, lo primero que haré es generar medidas que reduzcan la magnitud de mi propio desgaste laboral. Habré de trabajar menos por unidad monetaria percibida. Así, la primera estrategia a aplicar consistirá en una drástica reducción en la cantidad de viajes realizados de mi casa a mi lugar de trabajo y, con ello, también una reducción en la cantidad de kilómetros recorridos y el tiempo invertido en ello. Eso además en el contexto del anuncio de que la institución en la que trabajo cambiará su sede. En vez de los quince kilómetros de ida y otros tantos de regreso, ahora el traslado aumentará a 25 kilómetros en cada sentido.
Multiplicando, pues la intención es restar la cantidad de kilómetros: (15 x 2) x 5 = 150 kms semanales, según mis traslados actuales. En los meses por venir, al reducir en un 80% la cantidad de viajes, iré una vez a la semana en vez de cinco. Ya era una exageración trabajar tantos días, así que también sería dilapidar tiempo, dinero, combustible, tensiones, en trasladarse al lugar de trabajo igual cantidad de días. Así: 25 x 2 = 50 kms. Una reducción del 80% en la cantidad de traslados dará como resultado una reducción de 66% en la cantidad de kilómetros recorridos.
Y ya pensando en estrategias, estoy planteando una reducción aun más drástica en la cantidad de kilómetros recorridos con mi propio vehículo. Digamos un 90%. De tal modo, en vez de utilizar mi propio carrito, puedo plantearles a mis compañeros de trabajo que pasen por mí a la hora que yo les diga y que luego sean ellos mismos (u otros compañeros) los que me devuelvan a mi casa. Una medida alternativa, para que no sientan que soy un conchudo y me aprovecho de ellos, es averiguar si sus casas están a una distancia caminable y yo mismo caminar hasta la casa del compañero o compañera a la que le tocará la suerte de llevarme al trabajo.
Mejor todavía si, dada la distancia caminable, me traslado a pie antes de la hora de la comida y llego a tiempo para departir con mi compañero o compañera de trabajo y con toda su simpática familia. El detalle a observar es que deberé llevar mi cepillo de dientes conmigo, aunque aprovecharé para aplicar otra medida de austeridad que reducirá aun más mis gastos pecuniarios: utilizar su agua y su pasta de dientes después de comer de su comida, cocinada con su estufa y con los demás materiales consumibles (gas, carne, verduras, bebida y lo que demande el caso).
Ya en mi espacio de trabajo, que nunca ha sido muy amplio, quizá porque en mi institución se me adelantaron con eso de la austeridad y jamás he dispuesto de cubículo, plaquita, letrero, puerta, ventana o ventanilla, ya no se diga una silla, escritorio, computadora o teléfono para hablarles a mis cuates y ordenar la pizza vespertina, podré ahorrar un poco más si aplico otras estrategias acordes con el ascetismo de una institución que aprovecha sus recursos en mantener un importante equipo de futbol en vez de malgastar el dinero en pagarles a sus demás empleados o en atender a sus usuarios.
Digamos que, para más ahorrar y menos desembolsar, utilizo los espacios en blanco de los periódicos que desechan los altos ejecutivos (en mi institución suelen llamarles “funcionarios”, con un toque de humor, pues a mí me parecen más bien disfuncionales), para garabatear mis piensos y plantear mis ideas y otros planes de trabajo. Total, durante años mis propuestas, solicitudes de citas o de recursos para determinadas actividades que me demanda mi institución, han caído (casi todas) en el bote de reciclaje de papel. Así que de una vez podemos evitar algunos problemas, de paso reducir la cantidad de fotocopias y el espacio para archivar los oficios acerca de asuntos sin trascendencia y nos ahorramos otro montón de traslados de personas y de papales dentro de la institución. Menos desgaste de calzado y del piso de las nuevas instalaciones.
Para gastar menos electricidad, me he propuesto aplicar la estrategia de estar menos horas de la noche en mi casa, como no sean las requeridas para dormir, y así no tendré que pagar más a la Comisión de Electricidad. Para más ahorrar electricidad, también puedo evitar asistir a juntas nocturnas y, de una vez, hacer lo posible por evitar también las juntas diurnas.
Convendría no asistir a juntas en las que la gente gasta saliva, tiempo, entusiasmo, ideas y hasta horas que podría dedicar al esparcimiento. Estoy considerando no sólo reducir la cantidad de horas y de juntas en las que esté yo presente, sino incluso reducir la cantidad de juntas a las que convoco. De todos modos, si se consultan las actas, son pocos los acuerdos vinculantes para quienes participan que acaben por cumplirse en algún momento. Según recuerdo, hay pocos registros de los acuerdos que se hayan cumplido en esa institución. Creo que caben en una carpeta en la que se podrían enumerar, en una cuartilla, la cantidad de acuerdos cumplidos a cabalidad.
Si hacemos menos juntas, también requeriremos menos papel y menos espacio y mobiliario para archivar las actas de loa acuerdos que luego todos olvidamos. Considero que quizá me limite incluso en eso de tomarme la libertad de yo mismo citar a juntas, reuniones, asambleas, sesiones a mis compañeros de trabajo. Como que esa libertad que me tomo a veces aumenta la cantidad de restricciones laborales que nosotros mismos nos imponemos, lo que acaba siendo, una vez más, un desgaste y un generador de tensiones y de estrés.
Para más reducir el desgaste, estoy considerando pedirle su bicicleta a mi vecino. Quizá tomar baños más breves o más multitudinarios, para que al gua se distribuya mejor y gastemos menos jabón. Habré de pensar mejor cómo reducir el uso de calcetines, de pantalones (quizá cambiar a tines y a pantalones cortos) además de puras camisas de manga corta. Todavía no he diseñado en detalle cómo reducir la cantidad de cargas de la lavadora en un 50%, para lavar, en vez de una vez a la semana, una vez cada tres semanas.
Lo que falta es que mis jefes autoricen la parte de mis planes que afecta a mi institución. Ya ven que, a veces, a los jefes inmediatos, mediatos, superiores o inferiores, pasados, presentes o futuros, les da por cambiar nuestros planes. Ya ven cómo son los jefes.
 
 

 

 

jueves, 15 de enero de 2015

Las constancias de nuestra inconstancia


“No confío en ti”, es el mensaje que subyace a la gran cantidad de papeles que certifican que alguien es capaz de hacer algo, de que hizo alguna cosa o de que estudió alguna disciplina. Y el complemento a esa desconfianza es: “necesito que alguien más, con alguna autoridad institucional, avale tus hechos o tus dichos”. Así, en muchas de las instituciones nacionales e internacionales hemos recurrido a solicitar constancias y certificados, para al menos contar con un “aval” de que quien dice algo tiene un documento que ratifique su dicho.

Por esta desconfianza, los profesionales de cada disciplina deben exhibir sus credenciales, títulos profesionales, licencias para ejercer, certificaciones periódicas, cédulas, permisos y pagos a las autoridades correspondientes. Nuestras constancias escritas certifican y acreditan que nuestras aspiraciones a saber hacer algo están registradas en alguna institución y que un grupo de expertos ha sido testigo de que lo que hacemos lo hacemos con cierta maestría.

Afortunadamente para nuestra época de grandes cantidades de información, de altas tecnologías y de rápidas comunicaciones, esa desconfianza puede reducirse o ampliarse en casos concretos: si alguien llega a solicitar un préstamo, un empleo, una promoción o una cátedra, es posible buscar a quién preguntarle y entonces, tras la consulta, reforzar o retirar la confianza a nuestros interlocutores.

En esta época en que cualquiera que haya metido datos en la red mundial (internet) puede ser rastreado y sus datos pueden almacenarse en múltiples servidores y memorias digitales, hay quien se queja de ser “espiado” incluso cuando se trata de figuras públicas. Hay constancia incluso de cosas de las que no quisiéramos que quedara memoria. “Que no quede huella, que no, que no”, es un desiderátum que ya es difícil de cumplir en lo que a datos personales y trayectoria profesional o laboral se refiere. Si alguien deja de pagar sus deudas, o si comete adulterio, o si reprueba una asignatura, o manda un comentario en redes sociales o un mensaje por correo electrónico, lo más probable es que quede huella…

En este contexto de memorias superpoderosas, resulta absurdo que algunas instituciones pongan como requisito para realizar trámites, que llevemos en papel las constancias que certifican que las autoridades de esas instituciones están enteradas de lo que hacemos. Así, es un desperdicio de tiempo que disgusta a los usuarios y empleados, pero parece gustar a las burocracias, el tener que demostrar que el de la oficina de al lado de aquella en la que vamos a realizar un trámite esté informado de lo que hemos hecho o dejado de hacer.

En el caso concreto de las instituciones educativas, entre ellas la Universidad, es indignante que para algunos trámites se pidan hasta tres (o cuatro) constancias de lo mismo. El ejemplo a la mano: si un docente imparte una clase durante todo un ciclo lectivo, además de reportarse antes o después (o antes Y después) de cada sesión, de lo que queda una firma registrada, luego tiene que solicitar que se le extienda una constancia que deberá presentar ante las autoridades de la misma universidad para demostrar que sí dio la clase. Para realizar algún trámite de promoción o solicitar algún servicio ante la universidad o sindicato, se requiere, además, llevar la constancia que extiende el jefe inmediato del que extendió la primer constancia (y que ya contaba con registros).

No conformes con eso, los encargados del departamento de personal, deben extender una tercera constancia en papel para ratificar que la constancia que extiende el jefe directo de quien dio el curso y la constancia del jefe superior del jefe directo. Y el docente tiene que ir a recoger las tres constancias en papel, firmar que las recibió y luego fotocopiarlas para llevarlas a realizar el trámite, acompañadas, claro es, de una copia del contrato o nombramiento. En caso d que el docente no tenga a la mano su nombramiento, debe solicitar una copia al departamento de personal, para poder entregarla unos escritorios más allá. Y a todo eso hay que añadir las constancias de que, como docentes, hemos sido constantes en nuestros empeños…o alguna constancia de nuestra inconstancia y hemos cambiado de temas o actividades en nuestras encomiendas.

                La desconfianza que se supone debe desaparecer al hacer aparición las constancias en realidad se acrecienta pues algunos de los encargados de revisar las constancias levantan la ceja al recibir tantas constancias; y tienen luego que revisar en sus bancos de datos que las constancias coincidan con lo que han registrado los encargados de archivar digitalmente la información.

                De tal modo, parecería que no hay una relación entre las constancias escritas y la memoria institucional. No importa que haya teóricos como Max Weber que señalen que la burocracia representa una forma racional de administración o como Niklas Luhmann que insiste en que las organizaciones son capaces de “aprender” y tener memoria de los procesos del pasado. En apariencia, los burócratas de carne y hueso siguen requiriendo certificaciones de tinta en papel, y hacen lo posible por contradecir a Weber y se muestran irracionales al volver a requerir información que ya tienen las muy actualizadas memorias de sus computadoras. Y contradicen también a Luhmann al olvidar, de un ciclo al siguiente, las filas, dificultades, problemas, embudos, conflictos, iras, inconformidades, de quienes realizaron el trámite unas cuantas semanas o meses antes. Quizá a los burócratas mexicanos no les gusten los teóricos alemanes… O simplemente no les guste estar solos en sus oficinas y les encanta que se formen filas de incómodos y angustiados profesores en torno a sus escritorios tan alejados de las salas de espera y de sus memorias digitales.