martes, 25 de noviembre de 2014

Una propuesta sencillita…

Tengo tres décadas en la docencia universitaria. Y hace algunos ayeres reflexionaba sobre algunos de los temas que expongo a continuación. Mi intención era exponerle a mi entonces jefe, el Dr. Manuel Rodríguez Lapuente el argumento central: ¿y si los académicos y estudiantes tuviéramos espacios dignos para el trabajo, la producción y la discusión académica? Pero ni yo ni los otros académicos del extinto Instituto de Estudios Sociales (posteriormente Departamento de Estudios de la Cultura Regional, también extinto por capricho de funcionarios incompetentes y carentes de argumentos) pudimos plantear jamás esa inquietud ante Rodríguez Lapuente, primero porque un terremoto nos hizo salir del edificio de Liceo y Juan Álvarez para nunca más volver. Aprovechando la situación de a tierra temblorosa, ganancia de educación media de la Universidad de Guadalajara, únicamente regresaría ahí la burocracia del Sistema abocado a ese nivel educativo. Y luego porque, en expresión de mi padre, al Dr. Rodríguez Lapuente se “le ocurrió morirse” en mayo del 2003.
                Así que ahora, después de conmemorar el décimo aniversario luctuoso del Dr. Rodríguez Lapuente, me atrevo a volver a la misma reflexión. Quizá en otra década más la Universidad de Guadalajara logre conseguir funcionarios capaces y además que lo sean de gestionar recursos para que más que UNA sola “aula digna” por cada tantos “salones indignos”, haya la posibilidad de adquirir mobiliario y algunos equipos para acondicionar adecuadamente los espacios en los que trabajamos los docentes y en donde se esfuerzan los estudiantes por aprender de los ejemplos y contrajemplos que les ofrecemos sus antecesores en los oficios, al menos los de las ciencias sociales.
                Una primera pregunta relacionada con la dignidad es la de ¿cómo llegamos a nuestro(s) centro(s) universitario(s) los trabajadores y los estudiantes de estos espacios? No es secreto que al menos que desde que yo era miembro activo del cuerpo estudiantil del jardín de niños de la escuela “Anexa a la Normal”, cuando el horrible y tambaleante arco-puente de la avenida Alcalde era edificación “nueva y moderna”, la avenida de los Maestros se ha utilizado de estacionamiento. Y esa práctica ha continuado por décadas, en especial de parte de los abogados, que solían transportarse en coche, con todo y traje, corbata y zapatos “chaineados”. Pero no todos llegamos siempre en vehículo privado, pues a algunos les alcanza el dinero apenas para pasajes en transporte colectivo, para llegar a pie por las deterioradas banquetas o en airosa y vulnerable bicicleta. Afortunadamente tenemos una estación del tren ligero a unos cuantos cientos de metros y literalmente SOBRAN los autobuses por la avenida Alcalde. Ya veremos si, para cuando se termine la línea 3 del tren ligero, podremos utilizarla los universitarios de las ciencias sociales, pues ahora que habrá mejor transporte en el centro de la ciudad, el centro universitario está por mudarse a la periferia de la ciudad, a una zona en donde se reiniciará el ciclo de escasez de transporte, vulnerabilidad de peatones y ciclistas y se privilegiará nuevamente el transporte en automóvil particular, lo que generará más contaminación y el uso de potenciales áreas verdes para reales estacionamientos de “su majestad” el automóvil. Por cierto, en la zona en que fue atropellada y muerta una estudiante de la preparatoria 10 de la U. de G.; una zona caracterizada (como buena parte de la zona metropolitana de Guadalajara) por la indignidad y peligrosidad de sus estaciones y paradas de autobús.
 

La práctica de estacionar automóviles en la vía pública se ha complementado además con la instalación, en la acera pública, de múltiples empresas gastronómicas que se encargan de atender a las hambres matutinas, vespertinas y nocturnas de la población estudiantil, civil y burocrática de la zona. La resistencia generada a los bichos y enfermedades de las regiones gástricas sólo ha tenido parangón en la resistencia a mejorar el tráfico de peatones por esas aceras añosas y más arrugadas que la piel del más decano de los profesores de la antigua Facultad de Derecho.
                Como bien decía el Dr. Rodríguez Lapuente, cuando la Universidad de Guadalajara “perdió sus facultades”, eso no significó que la zona universitaria mejorara en gran medida, a no ser por la biblioteca que lleva el nombre de quien se preguntaba “¿qué haré ahora que tengo nombre de biblioteca?” Ni las banquetas, ni las rejas, ni los accesos (entradas y también superficies) no han mejorado gran cosa y sospecho que están ahí desde épocas anteriores a que el Dr. Rodríguez Lapuente y Hugo Gutiérrez Vega llegaran a la Universidad expulsados de Querétaro por comunistas.
                Y ya adentro del actual centro universitario, los jardines, las rampas, las escaleras, han sido dotados de alguna que otra banca, sombrilla y hasta del anuncio de Wi-Fi. Lo que no se ve con mucha frecuencia es que llegue precisamente esa “frecuencia” para captar internet ni en los salones ni en los jardines. ¿Cómo hacen los usuarios de sillas de ruedas para acceder de una zona inferior del centro universitario a otra en un nivel superior? Simple: tienen que salir del centro hacia la periferia y volver al centro por la banqueta de la calle, acera que está quebrada, irregular, y además plagada en largas porciones de automóviles estacionados. En otros casos es más simple todavía: los usuarios de sillas de ruedas no pueden acceder a los pisos superiores. Que tengan clases o hagan trámites, pichis y pochos en la planta baja, parecen haber declarado los funcionarios y los arquitectos de este añoso centro. ¿Para qué poner un elevador, si TODOS tenemos la obligación de ser jóvenes, atléticos, de nunca romper una pierna y mucho menos tener una lesión en la columna vertebral? El que la tenga, que no estudie, ni trabaje, ni venga, ni se acerque, ni nada.
                Ya que mencioné las tan naturales funciones de hacer pichis y pochos, bien podríamos pensar en que esas actividades expulsoras podrían realizarse en un espacio digno. Lo malo es que en los sanitarios (a los que suele llamarse “baños”, pero son espacios en que difícilmente es posible lavarse la manos, mucho menos bañarse realmente) existe poco o nulo equipamiento para uso de personas que se transportan en silla de ruedas, ancianos o de personas normales que necesiten papel higiénico, jabón o, siquiera darse una peinadita. Si no hay espejos, menos sustos, piensa el funcionario-tipo que está detrás de la infraestructura de este centro universitario. No vaya a ser que a alguien (alguno de esos profesores o estudiantes hippies, hípster, ecologistas o proletarios) se le ocurra llegar en bicicleta a la universidad en pleno verano y quiera bañarse, rasurarse, peinarse y acicalarse en alguno de esos baños en donde no hay posibilidad de tomar un baño. Total, son filósofos, sociólogos, historiadores y hasta aspirantes a escritores o editores y, como ya saben los funcionarios-tipo, esos tienden a no bañarse, a diferencia de los abogados que sí tienen casa, carro y hasta despacho en donde despacharse un buen baño cotidiano.
                Y zázcatelas que alguien se cayera, le diera una diarrea, tuviera un síncope o algo tan simple y fulminante como un infarto. ¿A dónde acudir? ¿Al “baño” a morirse? ¿A alguna área supuestamente verde para recibir inmediata y sagrada sepultura? ¿Para qué una enfermería, ya no se diga varias distribuidas por el campus, si las instalaciones de la Cruz Verde de Guadalajara están apenas como a 500 metros de la esquina?
 
 

                ¿Un salón para realizar juntas, para presentar sesudos seminarios? ¿Y eso para qué, si es universidad, no centro de congresos, parece haber urdido el funcionario-tipo que pensó, urdió, planeó o maquinó éste y otros centros universitarios? Sillones mullidos, ni en la biblioteca, no vaya a ser que la gente se quede dormida y se tome alguna siestecita en vez de ir a su casa para ello y regresar. Y si le da por dormir dentro del centro universitario, que se espere a que haya alguna conferencia en sus recién remodelados auditorios. Ya los encargados de cuidar que el dinero invertido en remodelar los auditorios “no se desperdicie” y harán todo lo posible por no prestarlos más que en ocasiones especialísimas. No vaya a ser que se desgasten los sillones tan curros y limpiecito que ahí tenemos. Y que a los profesores ni se les ocurra que los auditorios podrían servir para dar clase a grupos numerosos. Para meter muchos muchachos cuchos y gachos están ya las aulas calurosas y mal iluminadas de los pisos a los que no pueden acceder los usuarios de sillas de ruedas.
                ¿Y las aulas? Como que ésas son cosa de menor importancia, pues los mesa-bancos se parecen a lo que alguna vez un colega universitario decía de los ferrocarriles mexicanos que hacían el viaje de Guadalajara a Mexicali: que eran la herencia que Hitler dejó de los vagones en que transportaban judíos a los campos de concentración en Polonia. Nuestros mesa-bancos están diseñados para entrevistas rápidas o rapidísimas. Faltan salones y por eso se les dividió en dos o en cuatro, en múltiple mitosis de división de metros cuadrados que se reporta como multiplicación del número de aulas. Zeno y su filosofía en este centro universitario vienen a cuento y a la memoria: jamás nunca las aulas alcanzarán a los estudiantes, así como la liebre jamás alcanzará a la tortuga. Así que habrá que seguir dividiendo las aulas a la mitad y luego a la mitad, mientras hacemos esfuerzos por duplicar la matrícula y luego multiplicarla por dos y por cuatro… Los mesa-bancos de un centro universitario diseñado para simples mortales científicos sociales o aprendices de esas disciplinas tan humanas y a las que hay que tomar literalmente “con filosofía” son realmente históricos, al igual que buena parte de los proyectores (que ya nadie usa desde décadas atrás) de diapositivas y de las computadoras que lucen tan bien alineaditas en los rimbombantemente llamados “laboratorios de cómputo”, también celosamente guardadas para que nadie las vaya a desgastar más de la cuenta. Y quizá por eso no se les actualiza el software, ni se cambia más que de vez en cuando el hardware. Total, ¿para qué? No vaya a ser que los estudiantes o los trabajadores académicos y administrativos vayan a tener la idea de utilizar esas computadoras para escribir sus tareas (en vez de ir a su casa a trabajar, que para eso es) o para escribirse entre ellos y sus colegas de otras latitudes. ¿Qué tal si les da por generar REDES de trabajo académico, de chatear en tiempo real con otros estudiantes o con sus profesores o con especialistas de los temas que les interesan? Así que el funcionario-tipo se hace cargo de que, si ya es difícil llegar al campus dadas las condiciones del transporte en la ciudad, sea también difícil sacar y meter ideas y comunicarse con otros por medio de esos inventos diabólicos como las compus y la “interné”.
                ¿Cubículos para los profesores? ¿Proyectores compartidos entre distintos departamentos? ¿Sillones, zonas silenciosas, espacios para estudiar? ¿Salones que puedan estar abiertos sin que esté presente un profesor al que se le encarga la función de cuidar y controlar estudiantes? ¿Módulos de la biblioteca? ¿Bancas? ¿Espacios sombreados? ¿Círculos de trabajo? ¿Cine foro? ¿Zonas de juegos o para practicar deportes? ¿Gimnasios? ¿Canchas para practicar deportes en equipo? ¿Cafeterías? ¿Posibilidad de jugar, platicar, esperar para una cita romántica o académica? ¿Espacios dignos? ¿Todo eso para qué? Para el funcionario-tipo dedicado a ahorrar recursos en vez de aplicarlos para impulsar el aprendizaje, la investigación, el intercambio, el diálogo, el debate y el pensamiento, los espacios son dignísimos. Lo malo es que a los académicos y los estudiantes nos da por vivir con otra lógica.
Como bien decía Bourdieu, la sociología es “una ciencia que incomoda”. Parecería que las ciencias sociales sirven también para incomodar a los funcionarios que se hacen cargo de hacer que los espacios de la universidad sean de lo más incómodos para tan incomodantes e incómodos ocupantes. Afortunadamente, esos “sujetos” tienen horarios bastante limitados para permanecer en el campus. ¿Bibliotecas o servicios académicos 24 horas del día y siete días a la semana? Pues, no porque se gastan. Y además ni siquiera hay transporte público después de las 10 de la noche en esta ciudad, ni antes de las seis de la mañana. ¿Para qué habrían de quedarse a “dizque estudiar” esta bola de criticones estudiantes? Como que a veces se parecen a los latosos de sus profesores a los que les da por hablar de dignidad.           



 
 
 
 

La otra regresión


 
“¡Huy qué miedo!”, suelen declarar los que no comprenden lo que implica el cambio de adscripción religiosa. Muchos de quienes se “convierten” de una fe a otra declaran que al fin han encontrado una congregación o una orientación en la que “explican mejor” la relación con lo divino. La conversión religiosa hacia el islam es descrita con el término de “regresión” pues significa volver a una naturaleza musulmana con la que nace todo ser vivo.

            En contraste, el término de regresión según se utiliza en el psicoanálisis, constituye un mecanismo de defensa psíquico consistente en la vuelta a un nivel anterior del desarrollo.

            Los dos usos del término podrían estar más emparentados de lo que pensábamos si consideramos que podemos definir la regresión como la acción de volver hacia atrás.

            Para avanzar quizá valga la pena “volver hacia atrás”, al estilo de lo que decía Marx: retroceder para mejor saltar y hacer una regresión en nuestros modos de movilidad: en vez de treparnos a un vehículo de motor, bien podríamos regresar al modo por excelencia de trasladarnos: caminar, quizá pedalear, tan parecido en cadencia pero a la vez más eficiente que el andar erguido sin ayuda de palancas más allá de las fisiológicas.


“¡Huy qué miedo!”, declararán quienes temen caminar por las banquetas de nuestras deterioradas ciudades, lo mismo que aquellos que se enteran de que hay personas que van de un lugar a otro de la ciudad en bicicleta. Es irónico que, al igual que los conversos a una nueva fe que se sienten mucho mejor y más espirituales, los nuevos conversos a esta “regresión” al uso de la bicicleta y de sus pies para andar, se encuentren con una resistencia similar de parte de sus parientes y amigos. Los no conversos suelen sentir angustia por la incertidumbre de no saber ni conocer lo que los conversos nuevos ya han conocido y ahora saben mejor. Aunque algunos crean que es “ir para atrás”. Y nosotros sabemos que es necesario realizar algunas regresiones para “ir mejor hacia adelante”.

viernes, 21 de noviembre de 2014

El islam en Guadalajara. Identidad y relocalización, de Arely Medina, 2014.

Presentación del libro
El islam en Guadalajara. Identidad y relocalización, de Arely Medina. El Colegio de Jalisco. 2014. 202 págs. Incluye glosario, imágenes, bibliografía. (Zapopan, Jalisco, 20 de noviembre de 2014)

El estudio de Arely representa un importante avance en el conocimiento de las minorías religiosas en Jalisco y embona perfectamente con los esfuerzos más amplios, en sentido histórico y denominacional, ha emprendido el equipo de autores e instituciones que han participado en la edición del Atlas de la diversidad religiosa en México (2007). Arely habla de una comunidad y de una serie de personas de escasa visibilidad en el contexto tapatío, y en los que se piensa poco cuando se habla de diversidad religiosa. Solemos pensar en los miembros de las distintas denominaciones cristianas, o en la colonia judía establecida en estas tierras, e incluso en algunas de las creencias indígenas que han permanecido a pesar de la espada y la cruz del imperio español, pero es muy poco lo que se menciona, se habla y se conoce acerca de las comunidades y creyentes musulmanes en esta ciudad.
Cuando Arely me comentó hace ya algunos años acerca de su investigación sobre el islam en Guadalajara y cómo se había despertado su interés por estas congregaciones en Bayreuth, Alemania, me hizo recordar algunas de las vivencias y entrevistas que realicé a los miembros de las comunidades turcas durante mi estancia en esa misma ciudad y desde la que emprendí viajes para charlar con miembros de los clubes de orígenes griego, español, italiano y turco en algunas otras ciudades alemanas. Creo que muchos de quienes hemos estudiado iglesias minoritarias o a grupos de migrantes hemos tenido la experiencia de ser recibidos con una hospitalidad que no esperábamos dada nuestra condición de científicos sociales que tenemos (a veces) más interés en responder a nuestras inquietudes académicas que en encontrar personas que respondan a nuestras necesidades humanas. Repetidamente, algunos de los potenciales informantes, se han convertido para quienes hemos hecho trabajo de campo, en inesperados amigos que nos han abierto sus almas y sus afectos, sus memorias y sus archivos e incluso nos habrán salvado de algunas inclemencias de la época o del tiempo (recuerdo en especial cómo los musulmanes turcos en la antesala de la mezquita ubicada a un costado del cementerio en Berlín me ofrecieron abrigo de las nevadas de inicios de año).
Menciono esto no sólo para presumir que he compartido alguna cálida taza de auténtico CHAI con turcos y musulmanes, aun a pesar de nuestras grandes diferencias culturales y lingüísticas, sino para enfatizar, por vía de la anécdota, algo que los científicos sociales solemos utilizar en nuestras exploraciones de quienes son “los otros”. En ocasiones, armados de instrumentos conceptuales como el de “la alteridad” acabamos reconociendo la existencia o la necesidad de procesos empáticos en la investigación de campo. En ella, echamos mano constantemente de una distancia y un acercamiento necesarios para comprender, pero también para narrar lo que observamos y lo que nos cuentan de sus vidas y experiencias los demás con quienes charlamos.
En una escueta definición de lo que hacen los científicos sociales, Agustín Vaca expresaba hace ya algunas décadas, que lo que hacemos es: “meternos en las vidas ajenas”. Uno de los méritos de Arely estriba en hacer todo eso que he mencionado en los párrafos anteriores de manera seria y respetuosa: logra desentrañar la historia de cómo los miembros de un credo desarrollaron comunidades, prácticas, rituales e identidades en nuestro país, cómo “relocalizan” la fe en Guadalajara y, a la vez, Arely analiza los testimonios de los conversos mexicanos de modo que nos ayuda a entender sus procesos de conversión, las resistencias de sus entornos sociales, la manera en que cuestionan sus prácticas y creencias anteriores.
Desde la introducción, la autora señala que no le fue posible entrevistar a todos los practicantes del Islam en Guadalajara por cuestiones doctrinales, por barreras de idioma en el caso de los inmigrantes, o por tratarse de disidentes de la comunidad. Creo que sus lectores lamentamos también que no todo su universo planeado de entrevistados se haya visto limitado, pues en lo que expone nos ofrece una gran riqueza histórica y testimonial.
La ESTRUCTURA del libro contribuye a aclarar su argumento. En una introducción, cuatro capítulos, conclusiones y glosario, nos guía a través de las vidas de las comunidades e individuos musulmanes. Aunque eché de menos un par de términos en el glosario (que me ayudó a recordar el significado de algunos términos árabes utilizados en el texto), su ARGUMENTO queda claro. Gracias a que Arely sigue como debe ser las tres reglas de la retórica y habla de lo que se hablará, habla de lo que habla y habla de lo que se habló en las porciones pertinentes del libro, sus lectores podemos comprender de qué manera la relocalización de este credo está vinculada con las condiciones precarias de las comunidades. Como sintetiza Arely (pág. 80): Dios encuentra una rama baja para que se pose el pájaro débil que no puede volar y utiliza la analogía para describir los distintos espacios y momentos por los que atraviesan las comunidades musulmanas, enfatizando cómo algunas de las tendencias del Islam han llegado a Guadalajara y cómo la comunidad sunni ha logrado ser la relativamente mejor consolidada en cuanto a prácticas, rituales y lugares sagrados.
La autora muestra cómo en esta época las comunidades reales y las virtuales han logrado interactuar y cómo los procesos de conversión, en algunos casos, se han visto apoyados gracias a la existencia de internet y de las posibilidades de consultar las páginas web de otras comunidades musulmanas en el mundo.
Es indudable que el libro Islam en Guadalajara contiene una gran cantidad de ACIERTOS. Enumero algunos de ellos: un trabajo de campo tenaz, una reconstrucción de la historia de las agrupaciones, las opiniones de algunos de los líderes actuales y pasados, y principalmente su recolección y análisis de los testimonios de los conversos en un entorno católico. Arely logra una exposición detallada de la historia de las comunidades (principalmente) sunni y sufí en Guadalajara y además nos permite entrever sus conflictos, las relaciones con otras comunidades musulmanas en el país y en el mundo; explica los rituales, los términos, las prácticas y las “innovaciones” o desviaciones que se encarnan en los miembros de estas comunidades.
El concepto de “relocalización” en un mundo global me parece central en la exposición de Arely. Ya desde las primeras charlas que tuve con ella y con Cristina Gutiérrez Zúñiga, su directora de tesis de maestría, encontrábamos que este concepto central requería una definición clara, sobre todo en contraste con el de “localización” y en vista de que el Islam ha de aprenderse en árabe, pues fue éste el idioma en que Mahoma comunicó El Corán. En el sentido en que los traductores utilizan el término de “localización”, se trata de hacer que los textos se viertan de un idioma a otro, y a la vez se utilicen términos y alusiones que reflejen el mensaje del texto original pero también el idioma de llegada. El problema con convertirse en musulmán es que los márgenes parecerían ser mucho más estrechos.
Como muestra la exposición de Arely, la oración en las comunidades musulmanas en Guadalajara se realiza en árabe y se traduce literalmente, con escasa o nula “interpretación” en español, lo que genera un problema en cuanto a la “localización” y la “relocalización” de una creencia tan vinculada a un idioma. Las comunidades musulmanas han logrado “relocalizarse” tras un proceso que se ve fortalecido gracias a las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), que nos permite enterarnos acerca de lo que pasa en el “cinturón del Corán”, pero eso no significa que los márgenes para la reinterpretación del credo también se amplíen. Como señala Arely (pág. 29), la relocalización y la identidad de las comunidades alejadas del cinturón coránico se ven problematizadas por el contexto sociocultural, lo que se resuelve tras un proceso de reconfiguración. Arely afirma que
la relocalización se refiere a la parte final o al resultado de un proceso que logra la institucionalización de la práctica y el sistema de creencia islámico, en el sentido de que en una comunidad determinada pueda identificarse la aplicación de un criterio de ortodoxia religiosa” (Medina, pág. 33)
Enfatizo de la cita anterior el término ORTODOXIA, lo que es especialmente importante en las tradiciones islámicas.
Los testimonios de quienes comienzan a distinguir entre una identidad musulmana y una árabe, quienes se consideran como “cultural y religiosamente otros”, contrastan con quienes están dispuestos al disimulo de su conversión (“regresión” en el sentido de que significa volver a una naturaleza musulmana con la que nace todo ser vivo - pág. 66) y a asistir a prácticas o festividades religiosas llevados por sus familiares católicos, y a asumir gradualmente una identidad que los aleja del alcohol y otras prácticas no deseables en el Islam.
Hace algunos años, comenté a una prima que esa tarde habría un foro académico en la universidad de Guadalajara para analizar algunas aristas de un reciente conflicto inter-religioso. Ella respondió: “¿pero eso a quién le importa? ¡Hace tantos años que todos somos tolerantes y que a nadie la importa la religión de los demás!” Su pregunta y su afirmación vienen al caso cuando se piensa que buena parte del argumento del libro de Arely en cuanto a las etapas históricas por las que pasó el desarrollo de las comunidades musulmanas en México (disimulo obligado, disimulo pertinente, reislamización y conversión con proselitismo) está relacionado con las historias de vida de los nuevos conversos, quienes no siempre son aceptados en su nueva fe por sus parientes, y que son incluso cuestionados por sus amigos y sus compañeros de trabajo. Aquellas etapas que, bien podría considerar mi prima, han pasado ya para siempre, para los nuevos creyentes del Islam se convierten en situaciones que han de enfrentar y ante las cuales toman decisiones que les permitan seguir en el entorno tapatío.
Como describe Arely Medina, algunos de los nuevos creyentes tienen la suerte de que en sus familias y en su contexto social se les acepte como musulmanes y en su entorno se vea con naturalidad el uso del velo en las mujeres y el que eviten las fiestas, el alcohol, la carne de cerdo. Pero no todos los musulmanes en nuestro contexto son aceptados y algunos de los testimonios incluyen la narración de conflictos entre hija y padre, entre amigos profesionistas o entre parientes. Hay quienes critican a los nuevos conversos de seguir “una moda”, hay quienes los ven como traidores a la fe católica. Así que varios de los creyentes individuales que no han logrado ser aceptados han establecido estrategias que reflejan las etapas históricas de las comunidades en México. Así, algunos acaban por seleccionar a sus amigos, u optan, en distintos grados y contextos, por no informar a sus familiares, amigos o compañeros de trabajo.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Algunas reflexiones acerca de la fotografía y sus implicaciones sociales.


En el marco de la presentación del documental “Escuela de resistencia”
dirigido por Gualberto Díaz González

 

¿De qué manera la fotografía, ya sea en su versión fija o kinética, nos devela y a la vez nos oculta la realidad social? La pregunta, planteada desde la perspectiva de un sociólogo aficionado a la imagen, propone dos soluciones al planteamiento de la “función” de la fotografía en la sociedad.

Por una parte, insinúa que la fotografía es capaz de mostrar algo que no siempre es directamente visible a los ojos de quienes formamos (o han formado, o formarán) parte de determinada sociedad en determinados momentos. En ese sentido, la fotografía fija o la que se presenta seguida de otra fotografía y otra más y que nos da la sensación de que frente a nosotros hay algo que se mueve (y nos ratifica que algo frente a la cámara se movió), nos permite ver y volver a ver, repetidamente, escenas en las que los espectadores no siempre estaban presentes. La fotografía nos devela escenas “originales” que pueden difundirse, reproducirse, distribuirse, pero también editarse, recortarse, explicarse, narrarse, insertarse en una secuencia, censurarse, alterarse, invertirse en cuanto a orientación u orden cronológico.

Por otra parte, la pregunta insinúa que la fotografía también puede servir para llamar la atención a determinadas partes de las imágenes, a determinadas perspectivas, a determinadas visiones, versiones, condiciones, y EVITAR que miremos determinadas partes, implicaciones, secciones de la imagen, o de la sociedad, época y momentos de donde proviene esa imagen y aquellas con las que se asocia para evitar que la concatenemos con algunas otras con las que podría estar (“peligrosa” o “subversivamente”) aliada, precedida, sucedida.

 

¿De qué manera la fotografía nos devela y nos oculta la realidad social?

HISTÓRICAMENTE, la fotografía nos ha permitido darnos una muy nebulosa idea de cómo fueron las sociedades cuyas imágenes observamos después. Y en el caso de México, los fotógrafos que retrataron la sociedad que nos antecedió por algunas décadas, algunos años, algunos días, nos han permitido imaginar algunos de los sucesos y las condiciones de una sociedad que no cabe en la fotografía.

CONTEMPORÁNEAMENTE, la fotografía nos muestra algo desde su perspectiva, de lo que está FRENTE a la cámara, pero nos oculta lo que está DETRÁS de la cámara, lo que el fotógrafo no puede o no se le permite o considera que no debe captar.

Afortunadamente, la historia de la fotografía, en especial a lo largo del siglo XX, nos ha dado tiempo y pretextos para reflexionar acerca de sus implicaciones y de sus limitaciones. En el siglo XXI sabemos ya que son muchos los trucos, muchas las posibles alteraciones y muchas las tecnologías que ayudan a hacer de la fotografía algo que, más que alejarnos de la realidad, nos aleja de ella y nos acerca a las formas, colores, texturas y hasta cinturas que otros nos quieren mostrar.

En su forma fija, principalmente en el periódico diario, o en su forma kinética, por excelencia en la televisión y sus noticieros, pero también en las salas de cine en donde solían exhibirse las imágenes que se proyectaban desde “películas” y ahora se generan desde discos y otros artefactos de almacenamiento “digital” y en bytes, la fotografía intenta convencernos.

Y mientras tanto, hemos aprendido a no dejarnos persuadir por lo que vemos: al menos algunos de nosotros, con los años de edad, o con los años en la escuela, o con los años de ser espectadores y analistas de las notas del periódico y de las noticias de la televisión, expresamos nuestras dudas cuando planteamos:

¿De verdad habrá sucedido como dice el texto que acompaña a la imagen?

¿De verdad la imagen es de cuando y donde dicen que es?

¿De verdad la imagen representa a quienes dice la narración?

¿De verdad es de verdad?

 

            Con el paso de los años, al menos algunos sectores de los espectadores, hemos aprendido a sospechar y nos planteamos si lo que vemos son escenas previamente estudiadas, posadas, diseñadas. Sabemos de las fotografías “de estudio” y sabemos de las “perspectivas y puntos de vista”. Sabemos de las líneas editoriales de quienes publican las imágenes. Estamos conscientes de que algunas escenas son producto de actuación y de mucha preparación.

Quienes hemos ido a tomarnos una fotografía a la farmacia o al laboratorio fotográfico de la esquina o del centro comercial más cercano, sabemos de la experiencia de tener que peinarse, medio acicalarse y de voltear a ver a determinado punto frente a nosotros para evitar el reflejo del flash en el fondo de nuestros ojos (lo que generaría los ojos de conejo que tanto nos siguen inquietando que preferimos eliminar antes o después de obtenida la imagen). Incluso podemos decir que muchos de nosotros manejamos cámaras de unas o de otras, y la prueba está en que incluso en las nuevas “computadoras con teléfono” se incluye con frecuencia una doble función de cámara hacia enfrente (las fotos de nuestros amigos sin nosotros) y hacia atrás (las famosas selfies en las que estamos nosotros sin nuestros amigos o con ellos).

En el caso de la fotografía kinética, hemos aprendido a desconfiar de estos preparativos y, por ende, de los resultados. No tenemos manera de probar que las imágenes que aparecen en los noticieros fueron estudiadas, posadas, actuadas, pero solemos dudar de los videos que proyectan los noticieros y de sus criterios para editar los videos. Nuestro conocimiento de las tecnologías nos ha ayudado a desconfiar y a plantearnos si determinados documentales son realmente “documentos” de la realidad social o si son producto de una realidad que se imagina únicamente en las propuestas de guion del equipo que produce el video. Sabemos que los documentales están en medio del camino de mostrar/develar y de editar/ocultar. Confiamos, sin embargo, en que este género de la fotografía nos mostrará más de una historia que se apega a una realidad vivida, sufrida, quizá incluso compartida, en comparación con las “películas” comerciales que nos narran una historia pasada y muchas veces pensada.

En todo caso, como científicos sociales (o, si se prefiere, con más modestia y quizá con un poco más de conciencia política, como analistas de la sociedad) no nos quedan más que dos posturas simultáneas ante la posibilidad de lo que se devela y se oculta: plantearnos porqué las historias que forman parte del género documental son pertinentes y porqué se han hecho necesarias para informarnos y orientarnos a la acción. En especial si consideramos que vivimos una época en que, a pesar de enterarnos de tantas cosas, también ignoramos tantas otras más: vemos y leemos una pequeña muestra de lo que ha sido o es, y dejamos de ver y de leer tantas visiones y tantas versiones que no podríamos abarcar a menos que alguien nos dé noticia de ellas.

Susan Sontag, en su obra Regarding the pain of Others (2004), cuyo título aprovecha la ambigüedad del término “regard-ing” en su significación como “mirada” y como “respecto a”, nos recuerda que, de tanto ver imágenes del sufrimiento ajeno podemos tornarnos insensibles a éste. Yo añadiría que el contemplar a otro sufrir podemos incluso caer en lo que en alemán se llama Schadenfreude, es decir la alegría por el sufrimiento ajeno, no porque nos guste que otros sufran, sino porque nos alegramos de que nosotros no estemos sufriendo su desgracia. En otras palabras: podemos llegar a habituarnos a lo que muestran las imágenes y su mensaje se desdibuja.

Por otra parte, quiero terminar con una cita de Carlos Monsiváis de su libro Maravillas que son, sombras que fueron. La fotografía en México (2012: 21). Cuando habla de la fotografía de Ismael Casasola, Monsiváis llama la atención a cómo los regímenes del PRI se han apropiado de la revolución como si fuera su patrimonio, aminorando el sufrimiento y aumentando las glorias del partido. La imagen se convierte así en un acto social entre Zapata y Villa, de una mirada sorprendida de una soldadera que se ve involucrada en una revolución que no sospechaba. Monsiváis señala que

“la interpretación persistente de esas fotos selectas de Casasola es parte de la alquimia institucional que convierte una revolución en un desfile de motivos idiosincrásicos. Se esfuma la violencia o se vuelve parte de un álbum familiar: en tanto que hecho de armas, a la Revolución mexicana sólo le queda el camino del primitivismo filmable. En la Revolución, un fusilamiento es suceso límite que describe la ‘normalidad’ imperante, el valor muy relativo de la vida. Transmutado en foto, el fusilamiento es una especie de acto irreal, lo que ocurrió en otro país y en otro tiempo, lo que no remite a proceso social alguno y en sí mismo ni da ni genera explicaciones. Y esta tendencia de abstraer el sentido de las fotos, volviéndolas la admirada materia de los pósters, responde al proyecto de cambiarle de signo a una revolución, trocando rencores y revanchas por preocupaciones del ángulo mejor y la composición adecuada”

 

 

Luis Rodolfo Morán Quiroz

Departamento de sociología, CUCSH-U. de G.

13 de noviembre de 2014