domingo, 4 de diciembre de 2016

Ladrillos, fierros y memoria, presentación en la FIL 2016

Camilo Contreras Delgado (coordinador). 2015. Ladrillos, fierros y memoria. Teoría y gestión del patrimonio industrial. El Colegio de la Frontera Norte.

Presentación en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 3 de diciembre de 2016. Salón Alfredo R. Plasencia. 17:00 hrs.

Mi primera impresión es que el término “patrimonio” no lo usan estos autores en el mismo sentido que los economistas. Para los economistas es “todo lo que puedas convertir en dinero”. Mi hermano Roberto, economista, señala que un título profesional no es un patrimonio, pues no se puede vender, aunque el tenerlo pueda servir para que te contraten en un empleo. Para los autores de este libro coordinado por Camilo Contreras, patrimonio se define desde una perspectiva histórica. Concretamente, en el capítulo escrito por Miguel Olmos se especifica que “todo patrimonio es un constructo” y en el contexto del tema del libro “el patrimonio industrial evoca una época empresarial de manufactura que involucra tanto los aspectos técnicos globalizados como las relaciones de producción, las fuerzas productivas propias de la cultur en cuestión y las relaciones de usufructo y de explotación de la fuerza de trabajo” (pág. 43).
Cabe señalar, además, que este libro recurre al concepto de patrimonio en un sentido histórico, de algo que es digno de conservarse y que no implica que los procesos industriales sigan vigentes (aunque podría ser así), ni que los edificios, paisajes y relaciones entre empresa y trabajadores sigan vigentes en lo económico, pero sí en la memoria.
Otra autora, Ana Lilia Nieto, nos detalla más el asunto: habla de cómo la memoria puede clasificarse como “memoria comunicativa”, que trata de algo que es contemportural que se sustenta en ritualkalkes e instituciones mpresa y trabajadores sigan vigentes en lo econes (aunque podren un empleoáneo de los actores, y de  una memoria  cultural que se sustenta en rituales e instituciones. Siguiendo a Aleida Assman, Ana Lilia Nieto señala que la memoria cultural puede ser “funcional” al incluir elementos que “forman una historia en la que se relacionan eventos y valores y que sirve como una guía hacia el futuro”, En contraste con una memoria “almacenada” que contiene elementos que no guardan una relación significativa con el presente pero que componen un ‘repertorio de oportunidades perdidas y opciones alternativas’” (pág. 29).
Antes de continuar, quiero señalar que la lectura de los primeros capítulos me hizo reflexionar acerca de un debate, aún vigente, en cuanto a los impactos de las minas: son destructivas y afectan el entorno, sobre todo aguas, bosques, aire, posibilidades de uso del suelo en el futuro. Este razonamiento podría extenderse a algunas otras actividades industriales. Un ejemplo de ello lo tenemos en lo que fueron los terrenos de la empresa Motorola, hoy convertidos en el centro comercial “Ciudadela” y que fueron señalados por la posible contaminación radioactiva cuando se inició el demonte de la empresa y la construcción de la plaza comercial.
Mientras tanto, quienes hablan de patrimonio industrial incluyen a las minas y las fábricas y sus actividades directas (extracción, producción) y asociadas como dignas de estudio desde el punto de vista del paisaje y al cultura (viviendas, edificios, colonizaciones, generaciones de trabajadores). Este libro trata sobre los asuntos del patrimonio y valdría la pena generar otros estudios en torno a algunos de los argumentos de los “conservacionistas” del medio ambiente frente a los “conservacionistas” del patromonio industrial. Mientras eso sucede, vale la pena comentar lo que sí está en el libro que coordina Camilo.
Claro que no les contaré el final de la historia, pues realmente éste todavía está por definirse: no sabemos hacia dónde se dirige el desarrollo de las grandes industrias metalúrgicas, por más que estemos conscientes de que los yacimientos tienden a agotarse y de que existe una tendencia a que los materiales utilizados para la fabricación de los objetos de nuestras vidas cotidianas sean sustituidos por otros.
Además de una introducción general a la importancia de pensar y actuar en torno al patrimonio industrial y cultural, el libro se divide en tres grandes temas. El primero de ellos, “Reflexiones en torno al patrimonio industrial”, consta de tres capítulos. Ana Lilia Nieto Camacho nos ofrece conceptos acerca del patrimonio cultural y su relación con la historia y la memoria. Señala cómo el patrimonio se utiliza para crear narrativas de inclusión y exclusión y permite una relación de continuidad con el pasado. Este capítulo revisa a varios autores que han analizado la relación de la historia con la identidad, las comunidades, las memorias y los archivos. Señala que en el proceso de selección de lo que se ha de conservar “se evidencian los criterios y las historias que se quieren transmitir y se hace referencia explícita a la memoria colectiva y a la identidad”. Resalta de qué manera el patrimonio ayuda a vincular la “memoria recordada” con la “historia recobrada”, además de otros conceptos de historiadores y filósofos de la historia que nos inquietan por la manera en que nos hacen conscientes de un pasado que se actualiza en nuestro presente.
            Miguel Olmos Aguilera escribe un capítulo sobre la memoria de las máquinas y comparte sus reflexiones sobre el patrimonio industrial a partir de lo intangible, entendido como aquellos “elementos que incluso teniendo materialidad (…) se manifiestan en forma de rituales, mitos, leyendas, músicas, danzas y las más diversas formas religiosas a través de la tradición oral”. El problema, señala, es que no siempre hay un acuerdo respecto a lo que merece ser recordado y patrimonializado para generar “una política de lucha contra el olvido cultural e hisórico”.
            Sinhué Lucas Landgrave plantea en su capítulo los desafíos para la investigación arqueológica y su relación con la arqueología industrial. Este tipo de exploración y de esfuerzos de conservación se remontan a Inglaterra, lo que no es de extrañar si se piensa en términos de lo que significó la revolución industrial para ese país y sus dominios coloniales. Señala algunos de los vacíos legales que deja abiertos la normatividad vigente en nuestro país desde 1972, que deja sin protección legal a, prácticamente, todo el patrimonio material desde finales del siglo XIX hasta estos días del siglo XXI. Su capítulo nos hace pensar en la posibilidad de hacer arquología en contextos que van más allá de lo que parecía hacernos creer Jurassic Park  y sus secuelas que era el campo de la aqueología.
            El segundo tema del libro, “Experiencias de gestión en Europa y México”, es abordado en otros tres capítulos. Miguel Ángel Álvarez Areces describe la relación del patrimonio industrial con los paisajes mineros y esnfatiza: “en tiempos de crisis” para compartir datos e ideas en torno a la rehabilitación de instalaciones que fueron utilizadas para la producción pero han dejado de serlo. Describe algunos de los espacios industriales que han sido intervenidos y conservados en otras partes del planeta. Describe algunos de los parques industriales en Europa, en especial en Alemania, Italia, Inglaterra, España y su exposición nos permite contrastar con el caso de la mina de oro “Dos Estrellas” en Tlalpujahua, Michoacán. Su refelxión resalta cómo el patrimonio industrial sigue siendo dinámico y no se trata de objetos encapsulados en museos tradicionales y puede ser integrado en el paisaje urbano y regional.
            Martín Manuel Checa-Artasu expone el caso específico de la rehabilitación del patrimonio industrial en Barcelona y cómo ésta atravesó por diversas etapas, que van desde las reivindicaciones vecinales, pasando por las rehabilitaciones del sector privado y la reivindicacion del patrimonio como identidad hasta la crisis económica y estructural actual, que lleva a otro tipo de inquietudes en la población. Este capítulo relaciona también las invrsiones privadas y públicas en la conservación del patrimonio industrial local y regional.
            Humberto Morales Moreno y Óscar Alejo García son los autores del tercer capítulo de este tema y lo dedican al patrimonio industrial textil mexicano, específicamente al museo de “La Constancia”, ubicado en donde funcionó la fábrica del mismos nombre entre 1853 y 1991. El capítulo describe los edificios de la fábrica y el proceso por el que pasaron en más de un siglo de funciones industriales, para culminar con el proceso de la creación del Museo Histórico de la Industria Textil y el Centro Nacional de Documentación del Patrimonio Industrial, ubicados en el estado de Puebla.
El tercer tema de esta compilación se enfoca específicamente al patrimonio cultural coahuilense, del que los vestigios y los espacios de producción industrial constituyen una parte importante. Este tema es abordado en cuatro capítulos. Llama la atención, en especial para quienes, ignorantes como yo, no sabíamos mucho de la importancia de primera línea del patrimonio industrial y cultural del estado de Coahuila. Más allá de los sarapes y de la escuela de agricultura y algunas historias trágicas de los migrantes que atraviesan ese estado, no es mucho lo que se difunde acerca de ese estado fronterizo.
El primer capítulo dedicado al patrimonio cultural de Coahuila comienza con una revisión de los documentos legales que han dado lugar a la posibilidad de proteger el patrimonio cultural en los niveles federal y estatal. El autor de este capítulo, Marco Antonio Flores Verduzco, revisa estas legislaciones y señala que en 1914 se pomulgó la Ley sobre la conservación de monumentos históricos y artísticos y bellezas naturales, la que se modificó en 1916 para dar lugar a la Ley sobre la conservación de monumentos, edificios, templos y objetos históricos y artísticos. El capítulo entra en detalle acerca de otras legislaciones de los años treinta y señala que en los años setenta se estableció una clasificación por temporalidad del patrimonio: arqueológico, histórico y artístico. Además de las legislaciones y organismos encargados en el pasado y en la actualidad de conservar este patrimonio cultural, el autor llama la atención a la cuestión de ¿para qué conservar? Y plantea algunos de los retos de este trabajo social de conservar la memoria en el contexto específico de Coahuila.
Cristina Matouk Núñez analiza el caso del museo de los metales, ubicado en un edificio construido en Torreón en 1901. El edificio en el que actualmente se ubica el museo fue construido para albergar las oficinas generales de la Compañía Metalúrgica de Torreón, además de tres casas habitación. Hace casi un siglo, en 1917, pasó a ser propiedad de la Compañía Minerales y Metales, actualmente Met-Mex Peñoles. En 2005 se comenzó la restauración del edificio para convertirlo en museo. La autora de este capítulo detalla la relación de este edificio con la extracción y procesamiento de metales y cómo ha servido de base para el rescate de testimonios de al menos tres generaciones de trabajadores, además de imágenes y documentos escritos.
Cecilia Pelletier Bravo resalta la importancia del patrimonio industrial en la región carbonífera del mencionado estado. Se remonta a 1577 cuando, en esta región, se fundaron las Minas de la Trinidad. Enumera distintas explotaciones: 1828 – carbón; 1870 – cobre; 1879 y luego en 1890 – óxido de zinc, plata y plomo; e informa que en años recientes se ha explotado fluorita, celestita, sales de sodio-magnesio, yeso, barita y dolomita. Describe una serie de problemas suscitados por la minería y cómo se ha propuesto la “minería sustentable” a partir de la consciencia de la contaminación ambiental. Lo central del capítulo, me parece, es que hace explícitas una serie de propuestas con esta lógica de la sustentabilidad en los planos técnico, ambiental y social, para luego describir lo que se ha realizado, primero, en la carbonífera ubicada en el municipio de San Juan de Sabinas, así como en otros lugares. Describe asimismo algunas de las acciones de apoyo a las comunidades.
Camilo Contreras Delgado escribe el capítulo final y lo dedica a la relación del paisaje con el patrimonio industrial y describe algunas exploraciones de la región carbonífera. Resalta de qué manera la identidad de esta región y sus habitantes está vinculada a estas explotaciones. Además de insistir en no fragmentar las expresiones espaciales históricas, especifica que “quizá el mayor desafío pueda ser transmitir la idea y lograr la gestión patrimonial en la lógica de la conservación de paisaje”.   
Quiero concluir con algunas reflexiones acerca de cómo este libro nos sirve como guía para observar nuestro propio entorno. No es un patrimonio que se haya conservado ni reconocido, pero del que podríamos pensar que sigue ahí. O al menos algunos vestigios. Hace algunas semanas, otro amigo  escritor, Gerardo Gutiérrez Cham, me comentaba que su novela Snapshot se inspiró en parte porque, en sus viajes cotidianos pasaba junto a la cada vez más abandonadas instalaciones de la Kodak (antes con el subtítulo de “Empresa Fotográfica Interamericana”) y que hoy albergan una empresa de productos de tecnología orientada a la medicina. Cabría preguntarles a los autores de este libro, expertos en el patrimonio industrial, cómo hicieron ellos y la sociedad civil organizada en el norte del país para que, además de El Colegio de la Frontera Norte, al menos algunos de los gobiernos y las empresas (como Peñoles) se interesaran por estudiar y establecer museos, rescatar (al menos parcialmente) el paisaje industrial con sus edificios, vestigios, documentos, testimonios. Un caso que resalta es el de cómo, las instalaciones de la empresa Motorola acabaron por convertirse en un centro comercial a pesar de las protestas de los vecinos de Ciudad del Sol en el sentido de que se trataba de terrenos radioactivos. Recienteme se elevan algunas torres de vivienda en otro sector de ese mismo terreno.
En otras partes de nuestra geografía urbana y regional existen otras industrias que no parecen asociarse con las preocupaciones de conservación del patrimonio ni del ambiente. Los casos de las industrias en el corredor de El Salto-Juanacatlán (asociadas a la contaminación del río Santiago), así como las empresas asociadas a la producción textil o farmacéutica, el procesamiento de lácteos o de glucosas, son algunos que vienen a mi memoria y probablemente los que lean el libro encontrarán algunos otros paralelismos o contrastes de otras regiones con los casos analizados ahí. Otro caso actual es el de las torres que se construyen en donde estuvieron las instalaciones de la embotelladora La Favorita (y que después fueron de la empresa Atlética).  Las torres no sólo son construidas por una empresa que se dedica además a la distribución de cuando menos tres marcas de automóviles en la región y que antes se dedicaba a la industria textil, sino que están vinculadas a un pasado industrial por otros elementos: ocupan el lugar de una fábrica de Coca-Cola en donde se procesaban toneladas de azúcares provenientes de otras fábricas como el ingenio que sigue inserto en pleno centro de la cercana ciudad de Tepic y que contamina desde hace décadas el ambiente de la capital nayarita; son prueba de un descuido en el rescate de testimonios de los trabajadores y de los que se convirtieron en parte del ejército de diabéticos de la ciudad de Guadalajara, además de que no se conservan restos de lo que fue esa fábrica que se preciaba de mostrar al público sus productos a través de una vidriera. Esa embotelladora de La Favorita era parte de un modelo que después se utilizó en la industria del zapato, en las fábricas de Calzado Canadá en Guadalajara y en Lagos de Moreno, y que están en ruinas, sin que haya personas concientes del patrimonio que rescaten a ninguna de las tres.
Mi recomendación final consiste en señalar que geógrafos, historiadores, empresarios, funcionarios, sociólogos, abogados laboristas, luchadores sociales, ambientalistas, deberían leer este libro para disfrutarlo pero sobre todo para comenzar a detectar cuáles vestigios y restos pueden rescatarse y convertirse (o no) en parte de los paisajes urbanos de nuestra región… O quizá haya quienes, tras una sesuda lectura,  propongan que deban erradicarse determinados lugares o actividades industriales…


Luis Rodolfo Morán Quiroz. Universidad de Guadalajara.

jueves, 27 de octubre de 2016

Estudihambres y pobresores: ¿merecen un tren? Mejor algo que sea más caro…

Estudihambres y pobresores: ¿merecen un tren? Mejor algo que sea más caro…

Mucho se ha discutido acerca de la necesidad de transporte colectivo en la Zona Metroplotana de Guadalajara y de que éste se pueda complementar con adecuados espacios para los traslados peatonales y en bicicleta. Mucho se ha planeado esta metrópoli, al menos desde los años ochenta, argumentando que debe evitarse la contaminación del aire y del agua, la dispersión de la ciudad, la corrupción entre empresas inmobiliarias y constructoras y funcionarios municipales, estatales y hasta agrarios. Millones de automóviles y muchos centenares de miles de pesos han pasado por nuestra ciudad para realizar obras….que poco espacio y recursos han dejado al transporte colectivo, a las zonas peatonales y los transportes no motorizados.
            Cualquiera diría que los planeadores que hemos tenido en los recientes 35 años de existencia de esta metrópoli han sido geniales. Lo malo es que los funcionarios y los encargados de distribuir y aplicar los dineros han sido mucho más necios. Mientras que unos han sido tercos y tenzaces en insistir en que el automóvil no es la solución a los problemas viales, sino que de hecho, es la base de éstos, los otros han pensado a la industria automotriz y los gastos en infraestructura vial como la salvación de sus bolsillos personales y de su camarilla.
            Los lemas recientes en torno a las rezagadas obras de un tren en Guadalajara resulta irónicos: “después de veinte años, al fin un tren en Guadalajara”. En realidad, son quizá unos cincuenta años de retraso, pues desde los años sesenta y setenta, en que se privilegió al automóvil en la zona metropolitana de Guadalajara, y tan sólo  pequeños periodos excepcionales en que se construyó la primera y luego la segunda líneas del tren ligero, el transporte colectivo es visto, tanto por funcionarios como por usuariosoncesionar y empresarios del transporte en “camión”, como un servicio para pobres. Y por ello se adquieren unidades de reciclaje, e incluso al inicio de las obras del trenligiero utilizamos trolebuses que ya habían cubierto varios cientos de miles de millas en la airosa Chicago.
            Quienes no han salido airosos han sido los tapatíos: trransportarse en el tren ligero o en el autobús es percibido como una opción para pobres. Si no tienes dinero ni para automóvil particular ni para taxi, quizá no tengas más remedio que ir a esperar durante horas a que pase una unidad de la ruta que te puede acercar a tu destino, amontonarse y restregarse contra otros pasajeros que también forman parte del infelizaje tapatío (y a veces algún inocente turista que proviene de alguna ciudad en donde el transporte colectivo es también para la gente con posibilidades económicas). Sólo es peor que el transporte colectivo el transportarse en bicicleta o en triciclo: son los albañiles, los jardineros, los que se dedican a reciclar cartón, papel periódico y plásticos quienes se ven obligados a recurrir a estos vehículos de pedal a falta de opciones o de rutas de transporte consideradas para pobres.
            Y mientras que en otras ciudades de otros países los universitarios, incluidos trabajadores aministrativos, de servicios, estudiantes y profesores, utilizan el transporte colectivo, caminan o pedalean a sus planteles, en Guadalajara las mismas instituciones de educación se dedican a promover la aspiración de comprar y utilizar diariamente un automóvil personal. No sólo resulta vergonzoso llegar a pie o apearse en una de las muy mal diseñadas paradas (que ni a estaciones llegan) de camión en esta metrópoli, sino que nadie quisiera repetir la experiencia, si no fuera porque hay que ir a la escuela o a trabajar y luego de regreso a casa.
            Ni las instituciones de educación superior, públicas o privadas, ni la secretaría de educación en Jalisco, cuentan en sus planteles, de manera sistemática, con estaciones de autobuses, ciclopuertos, espacios para desembarco de pasajeros desde el transporte colctivo. En esa lógica, no es de extrañar que las escuelas, la propia secretaría de educación, las universidades (que son decenas en la zona metropolitana) no cuenten con estaciones de tren ni de autobús frente a sus instalaciones, mucho menos dentro de ellas. Y lo que sí se promuve es que haya “estacionamientos exclusivos” para maestros o directivos cerca o incluso dentro de los terrenos de las escuelas, de todos los niveles. Miles de automóviles ocupan miles de metros cuadrados en los terrenos de las escuelas, desde pre-escolar hasta posgrados, como si en vez de formar estudiantes y promover el diálogo crítico y el conocimiento, esas instituciones se dedicaran a formar conductores de automóviles, promover la venta, lavado, reparación y gastos de dinero y espacio (dentro y en las calles de los alrededores de los planteles) en el transporte individual.
            Dilapidar el dinero en unidades de transporte motorizadas particulares, combustibles, obras viales, estacionamientos y además desperdiciar espacios que podrían servir para construir bibliotecas, áreas verdes, gimnasios, estaciones para transporte colectivo, es la marca de esta fatigada y dispersa metrópoli tapatía.
            El hecho de que se solicite, gestione, EXIJA una línea de tren y unas rutas de autobús, además de protecciones para peatones y ciclistas que se trasladan a las escuelas se ve como un capricho de quienes son pobres y “no quieren” comprarse un carro o son flojos para manejar. Se ve como indigno que los actuales y los futuros profesionistas se trasladen apiñados en un transporte que está dotado de unidades inseguras, obsoletas, ruidosas, contaminantes… precisamente porque están pensadas para transportar pobres que no pueden pagar para adquirir mjores y más dignas formas de transporte, individual o colectivo.
            ¿Han exigido los directivos de las universidades que haya transporte colectivo digno hacia estas instituciones? ¿Qué grupos de estudiantes y de profesores estarían en posibilidad  de hacerse oir y de exigir que existen estaciones y líneas de tren para uso de los universitarios? ¿Por qué la Universidad de Guadalajara, por medio de sus funcionarios y sus representantes sindicales y estudiantiles no ha hecho gestiones para que existan estaciones de tren y de otros transporte colectivos cerca o frente a sus instalaciones? ¿Qué se ha hecho, por citar un ejemplo entre varios posibles en esta metrópoli, en torno a los centros universitarios de Los Belenes, Zapopan, para que se extiendan las líneas 1 y 3 del tren ligero para atender a sus estudiantes, trabajadores académicos, administrativos y de servicios? ¿Dónde están los líderes sindicals y estudiantiles? ¿Estarán ocupados en los estacionamientos, dedicados a ser los “viene-viene” de otros? ¿O quizá estarán en las distribuidoras de automóviles particulares comprando el sueño que al fin cristaliza sus aspiraciones de ser parte de los conductores atascados en el contaminante, ruidoso y extenuante tráfico cotidiano de esta ciudad?

¿Qué pasa con la capacidad de gestión de las universidades y de la secretaría de educación en Jalisco que no han sido capaces de asegurar que existan líneas y estaciones que sirvan a los planteles de todos los niveles de educación? Quizá los estudihambres y los pobresores no merezcan una serie de estaciones y el acceso a diversas líneas de tren ligero, porque son demasiado baratas en el largo plazo. Y lo que la industria automotriz, Petróleos Mexicanos y los funcionarios de Jalisco necesitan es que los actuales y los futuros profesionistas gasten su dinero ahora y aspiren a gastarlo más adelante, durante décadas por venir, en algo que será más caro para la metrópoli y que representará más ganancias para quien se dedica a promover los embotellamientos y la contaminación ambiental.

jueves, 6 de octubre de 2016

Prefiero ser envidiado


 Hay quien se gastará este año aproximadamente $200,000 pesos en adquirir un vehículo. Si es nuevo, por ese precio seguramente será un carrito compacto, con olor a hules nuevos y recién instalados. Con un alto rendimiento de combustible y de pocos metros cuadrados. Si es usado, quizá sea un auto un poco más lujoso, lo que compensará el hecho de que también sea añoso y algo gastado. Quizá con algunas raspaduras aquí y allá, y las telas o pieles de sus interiores ya no huelan a nuevo. A ese primer desembolso, el propietario del vehículo habrá de añadir refrendo de placas, seguros y, por supuesto, combustible al menos una vez a la semana. Cuando vaya a su trabajo probablemente opte o se vea obligado apagar estacionamiento, ya sea formal o informal. Es decir: o le paga a alguna compañía que tiene un estacionamiento iluminado y limpiecito, o a algún particular que adaptó un terreno terregoso y que de noche es oscurísimo, para almacenar automóviles. O le paga a algún franelero que le ofrecerá limpiar el vehículo, o cuidarlo, o ponerle monedas al parquímetro cuando se venzan las primeras dos horas o cuando se asome el inspector de parquímetros. Digamos, unos $40,000 pesos más por el primer año, si sumamos todos los gastos mencionados. $240,000 con el gasto de adquirir el vehículo.

            En una metrópoli como la que rodea a Guadalajara, cada día se añaden al parque vehicular unos 320 vehículos. Lo que significa que cada semana equivalen a 2,240 a la semana. Si el comprador adquiere el automóvil en la primera semana enero, para cuando llegue la segunda quincena de diciembre tendrá que competir por el espacio de las calles con otros 11200 vehículos (320 x 7 x 50). Y eso deriva en una consecuencia: el vehículo que esperaba que sería veloz por las calles, se encontrará, sea chico o sea grande, con otros muchos vehículos chicos y grandes que le estorbarán el paso y reducirán su velocidad… O, dicho de otro modo, harán más lento llegar de un lado a otro en un automóvil que se anuncia dotado de un motor que le permitiría llegar (si hubiera el espacio suficiente) a los 100 kilómetros por hora en unos cuantos segundos. Pero eso rara vez sucede en metrópolis como Guadalajara y Ciudad de México, las que ya se pueden dar el lujo de presumir que pocos de sus accidentes automovilísticos, que impliquen choques entre dos automóviles, resultan mortales. La buena noticia es que no hay muertos porque todos deben circular muy despacio. El promedio de velocidad en Guadalajara es de 9 kilómetros por hora en automóvil y de 11 kilómetros por hora en autobús. Más o menos lo que hace un corredor a pie para recorrer esa misma distancia.
            Pensemos en otro posible consumidor. A éste se le ocurre que no quiere gastar tanto dinero como el comprador del automóvil y opta por utilizar el transporte público y, cuando se sienta con ganas de pedalear y de sentirse a sus anchas, andar en bicicleta. Se compra una bicicleta muy bonita y muy bien equipada, hasta guantes, casco, pantalones de licra y chaleco reflejante. Y se gasta $15,000. No gastará en estacionamiento, así que decide comprar un par de buenos candados para que no le roben la bicicleta del estacionamiento de su trabajo o de algún otro lugar al que vaya. A comer a algún restaurante, por ejemplo. Invierte $1,500 pesos más en dos candados muy sólidos. A lo mejor tendrá que llevar a parchar las llantas de su bici de vez en cuando, en vez de hacerlo él mismo. $10.00 por ca ocasión. Digamos que es un ciclista que transita por calles en las que hay objetos que pueden ponchar las llantas una vez cada dos meses. Ya son $60.00, más una revisión mecmetros por hora de velocidad promedio, tarda e antes fue tiempo de trabajo). A 9 kil autponchar las llantas una vez cada dos mesánica, lubricación y limpieza al año. Más o menos $250 pesos. Total. Este ciclista gastará $16,816 el primer año de uso de su bicicleta. Con ella podrá transitar, con calma y precaución, a 15 kilómetros por hora en promedio.
            El propuetario del vehículo de $200,000 pesos tiene que trasladarse a 15 kilómetros de su casa para llegar al trabajo. Y lo hace sentado, mientras el motor de su autómovil gasta gasolina (que antes era dinero que antes fue tiempo de trabajo). A 9 kilómetros por hora de velocidad promedio, tarda una hora y media en llegar a su trabajo. Y de regreso otr hora y media. Se pasó, incluyendo el tiempo de estacionar el auto al llegar al trabajo y a su casa, tres horas en su vehículo. Y no iba muy contento que digamos, pues a pesar de traer aire acondicionado, radio, asientos mullidos y un cierto olor a nuevo o a añoso, según sea el caso, había, SIEMPRE, muchos autos estorbosos, con personas si le pitaban si se distraía hablando o mensajeando por su computadora de mano con teléfono incluido… o que tenían conductores tontos que, por estar con algún aparatito en mano le estorbaban cuando quería arrancar. Esa semana se trasladará cinco veces a su trabajo. Y la cosa se mantiene bastante constante: 9km/h, una distancia que no varía mucho a pesar de probar distintas rutas y al final de cuentas 15 horas a la semana en automóvil.
            Quien creía que sería envidiado por traer vehículo nuevo comienza a envidiar al ciclista que lo rebasa en algún momento de su traslado. También éste va a 15 kilómetros de su casa, todos los días. El ciclista llega en una hora. Sin radio, sin aire acondicionado, sin olor a nuevo o a añoso… y sin vehículos que ocupen los primeros lugares frente al semáforo, pues pued erebasar a los automóviles que esperan en cada esquina a que cambie alguna luz, de rojo a verde. Hace una hora de viaje al trabajo. Y utiliza 15 minutos en acicalarse al llegar (hay algunos afortunados que cuentan con regadera en su lugar de trabajo y podrían usar esos mismos 15 minutos incluyendo la ducha). Cinco veces a la semana, ida y vuelta: 10 horas de pedalear. Tiene 5 horas más para otras cosas como trabajar, ver a su familia y amigos. Y tiene la envidia de quien tiene deudas qué pagar por la adquisición de un automóvil, seguros, combustible, estacionamiento, choques, raspones, lavado…
En un año, suponiendo 45 semanas anuales de trabajo, el automovilista pasará 675 horas adentro de querido carrito. El equivalente a 28 días. Es decir. Sería como si se pasara todo el mes de febrero sin salir de su automóvil. Mientras tanto, el ciclista gastará mucho menos dinero y pasará mucho menos tiempo en el camino. 450 horas al año para ir al trabajo. Es decir, unos 19 días al año. Poco más de una quincena de pedalear. ¿Qué harán los dos en sus vacaciones? Probablemente querrán… pasear en bicicleta por la ciudad, además de muchas otras actividades. Si ambos tuvieran el mismo sueldo, la diferencia, después de un año, será abismal en cuanto a la cantidad de horas que debieron trabajar para pagar sus “trenes( (o vehículos) de vida. El automovilista gastaría $240,000 pesos para pasar 675 horas en el vehículo. Lo que equivale a $355 pesos la hora de estar en su vehículo (el primer año). El ciclista gastarría $16,816 en 450 horas. El primer año, cada hora de pedalear le costaría $37 pesos. ¿Será 10 veces más productivo ése a quien le cuesta 10 veces más su traslado cotidiano?
            Si los dos compradores hipotéticos, pero con datos reales para esta metrópoli, ganaran $30,000 mensuales, el automovilista estaría gastando $300,000 - $240,000 y tendría un remanente para comer, ir al cine, comprar juguetes y divertirse de $60,000 al año. Mientras tanto, el ciclista tendría $283,184 que bien podría utilizare en pagar colegiaturas, comer bien, tomar algunas vacaciones, e incluso, de vez en cuando, para tomar un taxi que no tendrá que estacionar y al que no le pondrá combustible. 

            La verdad, prefiero seguir entre quienes somos envidiados por tener bicicleta y mucho más tiempo disponible.