jueves, 22 de julio de 2010

El hermano menor

De mis hijos extrañaré sobre todo sus infancias. Mañana, 23 de julio, cumple tres años el mayor de ellos. Ése que me convirtió en padre de un cachito de cachorrito. Tres meses después, cumple dos años el segundo. Sus exactos quince meses de distancia repiten, casual o providencialmente, un patrón que ya mis padres habían ensayado, aunque sin tanta exactitud. De la fecha de nacimiento de mi hermana a mí, hay 15 meses menos tres días; de mi fecha de nacimiento a la de mi hermano menor hay 36 meses menos tres días. Pero si mi llegada tenía cierta justificación por el hecho de la lentitud propia de los varones frente a las mujeres, para asegurar que la distancia en términos de desarrollo infantil fuera más o menos equitativa entre los tres, en el caso de la diferencia de meses entre el mayor y el menor de mis hijos parece obedecer a una intención de igualarlos en desarrollo.

Ser hermano de alguien implica ya una comparación. La fraternidad es un término “relacional”; y si se es hermano, no queda más remedio que serlo mayor o menor. Así me lo confirma mi amigo y tocayo Luis, gemel, quien suele resaltar que el mayor es él, pues nació unos segundos antes. Ser mayor, lógicamente significaría simplemente llegar antes y comenzar a aprender y a desarrollarse antes y obligar desde antes a los progenitores a aprender cómo manejarse frente a su descendencia. Y los progenitores sólo pueden ser primerizos con el hermano/hermana mayor, pero nunca más. En eso los hermanos mayores son como la primera impresión. No hay nada anterior a lo que pueda recurrirse: ni la experiencia con los sobrinos, ni la adquirida como adultos frente a otros niños, ni la que adquirimos en la infancia y a la que los recuerdos de esta época de nuestras vidas quisieran arrancar sabiduría.

El problema con los hijos menores es que no siempre se puede suponer que lo aprendido como padres con los hijos mayores se puede aplicar a ellos. El hermano menor de mi hijo mayor se anunció con cierto aire casual: “llego, aunque no se hayan esforzado y angustiado por mi llegada…pero llego pronto”. Mientras que del hijo mayor queríamos que se anunciara pronto, y mis amigos hasta me felicitaban por tener que dejar el ejercicio diurno para guardar energía para que mis avejentados genes lograran fructificar en el ejercicio nocturno, el hijo menor llegó a pesar de haber retomado el ejercicio físico, y de los desvelos y cansancios provocados por el mayor.

Del mayor creímos que tendría problemas de oído, hasta que el pediatra nos explicó que estaba demasiado débil para protestar; llegamos a creer que era bizco, pues en algunas fotos un ojo “como que se le iba para allá”, hasta que la oftalmóloga nos explicó que era que simplemente el puente de la nariz era congruente con estar “tan cabezón”, como lo diagnósticó con franqueza su primo Óscar. Del menor no tuvimos tiempo de preguntarnos, ni de dudar, ni de plantearnos, padres hipocondríacos con el primero, si oía, pues sus protestas ante los más leves ruidos se dejaban comentar cada mañana hasta por la vecina de al lado, que parecía llevar el registro de las horas del llanto y de la exigencia de leche.

Se parece a tu hermano, declaraba mi suegra. Se parece a tu cuñado, declaraban otras. ¡Qué bonito tu hijo! Seguramente se parece a tu esposa…opinaban otras más, con lo que mi madre se sentía cada vez más derrotada, pues parecía reconocer, sin declararlo, que sus hijos no habían salido tan bellos como los de su nuera. Orgullosa de que jamás haya habido chamacos mejor aspectados que él y su hermano mayor, su madre le preguntaba “¿quién es el más guapo?” hasta que contestó, con una voz que probablemente articuló y comprendió el vocablo antes que su hermano: “¡yo!”, y se soltó a reir, como si entendiera ése y los otros chistes que nos hacían sonreir al verlo.

Tener un hermano menor no es fácil. Aparte de que se supone que quienes somos hermanos mayores de alguien más, tenemos la obligación de educarlo, el problema es cuando ese hermano no está de acuerdo con las prácticas anticuadas con las que fuimos educados unos meses atrás. Y si mi hermana asumió la tarea de educar a sus dos hermanos menores como si ella fuera mucho mayor, mi hermano menor no sólo prescindió de mis apoyos educativos, sino que se las arregló para ser tan listo como para educarme él a mí. En esa tradición invertida, mi hijo menor se las arregló para comenzar a enseñarle palabras, movimientos, pasos de baile, gritos, paciencia, a su hermano menor. Y si mi hermano menor me daba los argumentos centrales de algunos de mis trabajos de maestría cuando él estaba en la licenciatura, este hermano menor pronto comprendió que el llanto de su hermano no implicaba que hubiera una amenaza latente para todos los bebés de la casa, y pronto dejó de ser solidario con los llantos anhelantes del mayor.

Uno de mis estudiantes me felicitó por el nuevo crío y a la vez aprovecho para advertirme que, aparte de que ser hermano mayor puede no ser fácil, el ser hermano menor puede ser una carga. “Yo soy el menor de varios hermanos y cuando llegué parece que ya todo mundo estaba cansado y aburrido de tener bebés, así que ya no me hacían mucho caso. Hágale caso también al menor”. Y mientras tanto, el que había sido el único niño, rey y tirano de la casa, me tironeaba para que no me acercara a la cuna del menor, que llegaba a invadir no sólo lo que antes fue su espacio, sino a llenar de ocupaciones y preocupaciones el tiempo de unos padres que sólo eran para él. Así que durante las primeras semanas de existencia del menor tuve pocas oportunidades de abrazarlo y tenía que esperar a dormir al mayor para admirar al bebé de ojos y labios iguales a los de su madre. Y si el término de hermano es relacional y comparativo, el de la rivalidad fraternal, que tanto ha fascinado a los psicoanalistas, parece implicar que los niños comienzan a hacer cuentas y cálculos matemáticos del tiempo que los padres les dedicamos. Y a hacer cuentas del tiempo relativo que le dedicamos al hermano. “¿Por qué a él sí lo llevan, lo miman, le compran, le hacen, le toleran…y a MÍ NO?”, nos preguntamos, magnificando las atenciones que le prodigan al hermano y decretando que por mucho que nos den, mientras no sea todo, seguirá siendo poco.

En esa rivalidad, el hermano menor se enfrasca en conquistar un territorio y un tiempo de los padres que antes era exclusivo y que para él jamás lo será: hay ya un ocupante con el que hay que compartir a los progenitores, los espacios, los tiempos, la comida, los juguetes, las asientos en la carreola, en el vehículo familiar, los ojos de los abuelos, de los amigos, las fatigas y las energías de los padres. Así que nuestro hijo menor, en sus primera semanas, parecía haber decidido dejarme como territorio perdido ante la insistencia del primero en alejarme, y apropiarse de la madre todo el día: se negaba a dormir, a comer, a dejar de llorar si no tenía los brazos calientitos de su madre alrededor de él y aprendió a dormir en su abdomen para asegurar que seguía ahí, debajo de él.

El mayor acabó por aprender que la madre era territorio perdido en esa lucha fraternal: así que aprendió a dormir en mi abdomen, a asegurar que estuviera yo presente cuando él despertara, a jalonearme para alejarme del hermano…Hasta que decidimos turnarnos, en cuartos separados y alternadamente, para cuidar a uno y a otro. El mayor comenzó a entender que al menos una vez sí y otra no, su madre estaría ahí presente para atenderlo; mientras que el menor comenzó a entender que una vez no y otra vez sí, su padre estaría ahí para hacer lo que alternadamente haría la madre.

Llegó un momento en que comencé a entender algunas de las implicaciones de lo que alguna vez me dijo una colega en la universidad al ver a mi primero hijo, con apenas unos cuantos meses de edad: “uno quisiera que se quedaran así, que no crecieran”. Mi reacción ante esa frase fue: “¡No! Yo no quiero eso, quiero que crezca, que camine, que hable, que haga cosas y gracias”. Pero ahora veo, sobre todo por la rapidez con la que se desarrolla el hermano menor, que su infancia se va. Que de los “diez talentos” que alguna vez se dijo que contaba su abuelo, “y de los que no hay que desperdiciar ninguno”, remataba el comentarista, mi hijo menor quisiera aprenderlos, derrocharlos, mostrarlos todos antes de llegar al jardín de niños, y dedicarse pronto a trazar círculos, comer con sus propios cubiertos, caminar por las plazas comerciales sin dar la mano, cantar y bailar como el que más, platicar con el hermano mayor y contar chistes sin palabras, salir a la calle en cuanto despierta, tallarse sólo mientras se baña. Mientras el hermano mayor nos sigue pidiendo su “bibi-leche”, el menor se las arregla para tomar agua en un vaso, esperar a que le quitemos el pañal para orinar, presionar todos los botones de su reproductor de DVD’s hasta encontrar el que sirve para detener o avanzar, a su antojo, la película que ha escogido de entre sus favoritas de “¡pato!, ¡pánte! ¡león! ¡barney!” Y con ello nos advierte que, por más lento que queramos que vayan, o por más que nos preocupe que no avancen lo suficiente, pronto nuestros bebés (en especial el menor) lograrán su autonomía y se irán a la escuela, a las casas de los amigos y los parientes, al mundo, sin que podamos ya detenerlos. Nos recuerdan que la temible adolescencia, con sus silencios, aislamientos, soledades, crecimientos, golpes, sufrimientos, errores y su imposibilidad de volver atrás, se cierne también sobre ellos. Y su infancia se habrá acabado, junto con sus exigencias, pero su autonomía acabará por llevarse su caminar a saltitos, sus ojos sorprendidos, sus dulces “¡papá, papá, papá!”

Lento como su padre y casi tanto como su abuelo, el hermano mayor comenzó a decir palabras e intentar hilar frase sólo ante el ejemplo que le ponía su hermano menor. Preocupada, su madre comentaba con mi padre: “¿cuándo va a hablar? ¡Qué preoupación que se angustie por expesar algo y que nosotros ya no le entendamos qué quiere!” El abuelo, que no estuvo en un jardín de niños, respondía que él mismo había comenzado a hablar a los cinco años…”así que no te preocupes, algún día hablará”. Pero parece que tanto Froebel como Montessori tenían razón: el desarrollo de varias habilidades en la infancia está relacionado con la socialización. Así que los progenitores, en especial los que tendemos a “entender” y a “adivinar” lo que quieren los hijos, habíamos estado frenando el aprendizaje del lenguaje del mayor, quien comenzaba a comunicarse más cuando lo visitaban los primos, hablantines y deseosos de cosas y actividades que sabían pedir y reclamar. Las visitas recíprocas y el apoyo del hermano menor (que sirvió de reto y ejemplo para hablar y bailar) quizá deriven en que para entender y re-contar los chistes el mayor haya de preguntar al menor.

En mis tiempos en que visitaba la escuela de psicología (en la que no estudiaba gran cosa), solía hablarse de “efectos en la secuencia” sobre el comportamiento. El razonamiento, muy conductista, era muy simple: si primero los “sujetos” (palomas, ratas, niños, chimpances, estudiantes de psicología, transeúntes, que son los sujetos clásicos de estudio de tan indisciplinada disciplina) se comportan de una forma determinada, es difícil que aprendan otra forma posteriormente. Así que, de alguna manera, lo que se aprende primero afecta lo que se aprende y lo que se puede aprender después. Mi esposa y yo solemos peguntarnos si el orden de nacimiento de nuestros hijos hubiera tenido otra secuencia: ¿habríamos asumido con la tranquilidad (relativa) con la que asumimos el anuncio de la llegada del segundo hijo, de haber sido el primero tan “movidoso” desde el útero y luego fuera de él como lo fue el segundo? ¿Habríamos entrado en pánico si el primero hubiera sido tan difícil de seguir, tan activo desde el momento de abrir los ojos en la mañana, tan perceptivo de los momentos de hilaridad y de la diferencia entre jugar y sufrir como resultó el segundo?

Mi hijo mayor y yo resultamos un poco más lentos de aprendizaje que nuestros respectivos hermanos menores. Aunque con los años eso tiene la ventaja de que uno puede aprender varias cosas de la vida sin tener que esperar a que nos las expliquen los contemporáneos o los maestros, mientras tanto (al menos yo) queda la sensación, al tener hermanos más perceptivos, de que algo nos falla, de que hay que enojarse con el otro porque entiende antes lo que debería entender después. Y que debería ser “después que yo, pues el mayor soy yo”.

Afortunadamente, aun cuando tardé varios años en entender que el cumpleaños de mi hermano llegara tres días antes que el mío (“¿por qué él cumple antes, si yo soy mayor?”), acabé aceptando que mientras que los hermanos absolutamente mayores tienen que sufrir el dejar de ser hijos únicos a nuestra llegada, los hermanos menores nos ayudan a comprender que también ellos tienen que reclamar sus espacios y sus porciones de tiempo y atención de los progenitores. La hija de mi esposa, mayor por 16 años que mi hijo mayor, nos expresó, en tono de broma, que su herencia, de “un peso”, se dividía cada vez más. En vez de un peso, se convirtió en 50 centavos y luego en tan sólo 34 centavos (es la mayor, así que le corresponde un centavo más por antigüedad). Inversamente, el problema de los hermanos menores es que son escasas las ocasiones en que pueden disfrutar del total de la atención, los recursos, la juventud, de los progenitores, pues estos recursos ya han quedado algo desgastados por los mayores. Queda a los menores el no deleznable consuelo de llegar a un mundo en el que ya los mayores han dado algunas sesiones de entrenamiento a los progenitores.

Claro que algunos progenitores somos de más lento aprendizaje que otros…

martes, 20 de julio de 2010

Me encantan las entrevistas

Soy un aficionado a la charla. Me encanta escuchar y criticar a otros, aprender de ellos y reflexionar sobre alguno de los temas que plantean por la radio. Como científico social, además, me intereso de manera profesional, en múltiples temas de lo que sucede en mi pueblito tapatío e incluso más allá de las fronteras de mi país. Me ha sucedido que también me inviten a participar, opinar, reflexionar, en algunas de las estaciones de radio (y a veces de televisión) de mi pueblito. Los temas han sido variados y en algunas ocasiones hasta me han dado tiempo de armar mis argumentos recurriendo a lecturas de lo que han escrito autores que son verdaderos especialistas/expertos en los temas a discutir.

En algunas de estas invitaciones con semanas de antelación me han dado el tema, algunas de las aristas que más le interesan de él y han justificado el invitarme por ser sociólogo, o psicólogo, o porque saben que alguna vez he estado cerca del asunto a tratar. Una vez acordadas las coordenadas espacio temporales, he podido preparar un argumento y hacer notas por escrito para recurrir a ellas en caso de que me falle la memoria. En contraste, he recibido otras invitaciones a entrevistas radiofónicas en las que no me han dejado oportunidad de declinar la invitación, como aquella derivada de una llamada telefónica a las 6:50 de la mañana en que me intepelaron directamente: “está usted al aire… ¿Qué opina de que los aficionados al futbol hayan golpeado a un policía? ¿Es de esperar que aumente la violencia en las próximas semanas?” No recuerdo muy bien cómo resolví la situación, pero después de que uno de mis amigos, tras otra de esas llamadas intempestivas para participar en un programa radiofónico en vivo y en caliente, me llamó a su vez para darme su opinión, comencé a ser más cauto para aceptar invitaciones. Me dijo mi amigo: “te ói por radio. Disculpa que te lo diga, pero sobre la cumbre de Obama y Calderón sólo opinaste puras pendejadas”. Lo que me sorprendió de mi amigo no fue su franqueza, pues nos conocemos hace más de 30 años, sino que hubiera tenido la radio encendida en una estación que yo suponía que nadie escucharía y a una hora en que yo creía que todos los mortales estaban haciendo otra cosa más productiva que oir radio. Así que, sabiendo ahora que es probable que alguien escuche mis opiniones de “experto”, aun cuando yo crea que sólo estoy charlando con quien trae el otro micrófono, he optado por pensar que probablemente no debería yo ser tan accesible y dejarme preguntar de cosas de las que seguramente no sé nada en absoluto.

En mis años de docencia, en varias ocasiones ha dado cursos en los primeros semestres de la carrera de sociología o de filosofía. Algo que suelo preguntar a los estudiantes tiene que ver con las razones por las cuales escogieron su carrera. Hace algunos años, uno de ellos simplemente respondió: “es que una vez lo vi a usted en la televisión en un foro y fue cuando decidí que yo también quería ser sociólogo”. Aun cuando ese estudiante hace ya algún tiempo que egresó de la licenciatura, a lo largo de los años he podido saludarlo en la calle o en centros comerciales y, al menos hasta el momento no lo he visto ni oido participar en algún programa de televisión o radio. No me he atrevido a preguntarle, pero a veces sospecho que su decisión de convertirse en sociólogo quizá estuvo relacionada con la fantasía de que los profesionales de la sociología tenemos la posibilidad de decir tonterías sobre un amplio abanico de temas y que incluso nos pidan mayores detalles sobre ellas.

Muchas de las supuestas entrevistas por radio son simplemente charlas con alguien a quien el encargado del programa suele presentar con cierta formalidad para luego basarse en la supuesta erudición del “entrevistado” que no es otra cosa que un interlocutor que, se supone, tiene cierta información que al auditorio le gustaría escuchar. Con el paso de los años he aprendido que no importa qué tanto prepare mi argumento, con base en mi trabajo académico de años, o con lecturas de algunas semanas, días o minutos anteriores al momento de pasar “al aire”, el entrevistador hará lo posible por cambiar el tema o por tratar aristas que a mí jamás se me habrían ocurrido. Me he propuesto sólo aceptar invitaciones cuando quien me llama para ocupar un espacio y un tiempo en su cabina logra ser más explícito en el tema y en las aristas que interesa discutir e incluso qué otros interlocutores expertos estarán presentes. Sin embargo, por más que insisto en:

1. Un tema bien definido, que además sea de mi relativa competencia profesional y dentro de mis intereses más específicos;

2. Una pregunta general bien planteada;

3. Una relación clara con acontecimientos de las últimas semanas o días en los ámbitos institucionales atingentes;

4. Un perfil claro de los otros interlocutores con los que, quien conduce el programa y yo, habremos de charlar …

La verdad es que hasta el momento mis notas previas me han servido de poco y a los conductores de los programas de radio les interesa enfatizar cosas distintas de las que podrían disctutir con otros académicos involucrados en cada tema. Así, por ejemplo, si la cita es para charlar, pongamos por caso, acerca de las remesas que envían los migrantes mexicanos desde Estados Unidos hacia México, lo más seguro es que la charla derive en las condiciones de vida de los mexicanos en el extranjero y sobre la depresión que los agobia al estar en tierras lejanas a su terruño, que es el más bonito de los lugares del universo. Pero si la cita es para hablar de la salud psicológica y física de quienes se van pa’l norte y de quienes se quedan en los pueblos de origen, entonces la plática incluirá preguntas tan específicas como la de: “¿cuál es el monto de las remesas de dinero hacia Jalisco durante el primer semestre de este año? ¿Es menor este monto de lo que fue, en términos relativos en 1994, año de crisis en México o en 2008, año de crisis en Estados Unidos”

En todo caso, aun cuando uno insista, como entrevistado, en hablar de aquello para lo que fue invitado, es probable que, ya in situ, al conductor del programa y, en el caso den que haya llamadas del auditorio, a quienes escuchan el programa, se les ocurra. Habrá notado usted, como parte del auditorio, que a veces quienes llaman al programa y el mismo conductor comienzan algunos comentarios diciendo: “entonces, ¿eso quiere decir que x y j…?” Y aprovechan para meter esos argumentos cuando en realidad el entrevistado está haciendo lo posible por señalar simplemente otras cosas que nada tienen que ver con x y j. A veces, cuando escucho radio, simplemente me pregunto: “¿y eso qué tiene que ver? ¿Por qué cambian el tema?”, pero cuando soy parte de la charla, a veces no me queda más remedio que ser explícito y decir que “sí, x y j están relacionados por ser parte del mismo alfabeto con el que se describe el tema del que hablábamos”.

Así que lo que se puede apender de las entrevistas radiofónicas es que rara vez tratan sobre el tema que se anuncia que se tratará…y que incluso pueden llegar a acaloradas discusiones sobre argumentos que no están absolutamente relacionados entre sí. Un caso a la mano es el de algunos políticos que, al ser entrevistados, sienten que el conductor les transmite el mensaje de que la ciudadanía dice que ellos no hacen su trabajo y se dedican a defenderse y decir que sí hay obras de tal o cual clase, en vez de describir las ventajas y desventajas de aquellas acciones por las que se les invitó. Y como los conductores quieren hablar de un tema que no era el propuesto, y los políticos rara vez quieren hablar de algo que no sean sus aspiraciones al siguiente puesto en su trayectoria, y como el auditorio sólo escucha para divertirse y no para informarse, todos contentos y cada quien habla, escucha e interpreta lo que le da su real o plebeya gana…