lunes, 6 de junio de 2016

Un largo traslado penitencial


 Penitencia es un término que suele utilizarse en contextos religiosos para denotar el castigo que pagan los devotos de determinados poderes divinos por haber cometido ciertos pecados, o para hacer referencia a los castigos que imponen las autoridades eclesiásticas a los fieles de una iglesia para expiar sus culpas. Desafortunadamente, cuando nos trasladamos por nuestras ciudades mexicanas en transporte colectivo, a pie o en vehículos particulares, todos estamos en condiciones de pagar deudas, contraidas directa o indirectamente, por nosotros mismos o por otros agentes a los que, supuestamente, les conferimos autoridad para cometer nuestros pecados. Y luego seremos nosotros quienes paguemos, con creces, sudores, lamentos, dineros y otros sufrimientos, las culpas de quienes dispusieron así las cosas en nuestras ciudades para que transitar por ellas sea un constante sufrimiento. Lo malo es que por más que paguemos por las culpas propias y ajenas, en poco se reduce el saldo de nuestras deudas.

    Cada vez que alguien espera un autobús o una combi en ciudades grandes, medias o pequeñas de nuestro país, ha de pagar con tiempo y con dinero y luego con martirios corporales por el supuesto privilegio de que un motor ayude a llevar de un lugar a otro el cuerpo que paga la penitencia. No sabemos muy bien cuáles y de qué magnitud fueron los pecados, pero si juzgáramos por la cantidad de sufrimiento, mortificaciones por la angustia de las posibles llegadas tarde al trabajo, a la escuela, al teatro, al cine, a la casa de amigos y parientes, magulladuras y zarandeos, se podría pensar que terribles y nada veniales han sido los actos que llevan a merecer expiar las culpas con esos costos. Largos minutos de espera bajo el inclemente rayo del sol que viene desde arriba, o de las lodosas salpicaduras que vienen desde abajo, largos minutos de estancamientos y rodeos esperan a quien se atreva a trasladarse en autobús por nuestras ciudades. Ruidos, brincos, sobresaltos, uno que otro accidente, nuevas palabras altisonantes por añadir a los diccionarios personales, condimentan el castigo.

    Pero no sólo en el transporte colectivo sucede que los pasajeros, convertidos en transeúntes, sufran y deban pagar por ir de un lugar a otro. Caminar no suele estar exento de costos en ciudades en donde las aceras son irregulares, disparejas, estrechas, con obstáculos. Quienes pueden sortear baches, postes, agujeros, jardineras, automóviles estacionados, puestos de vendedores ambulantes, suelen mostrar poca empatía para quienes tienen más dificultades y no tienen la agilidad, la agudeza visual o auditiva, las dimensiones o las resistencias que les ayuden a llegar de una extremo a otro de sus trayectos.
    Pedalear en una bicicleta o en un triciclo, ir sobre la silla de ruedas o empujando alguna, con personas o con carga, suelen ser acciones plagadas de castigos. No sólo hay que llevar el propio cuerpo de un lugar a otro, sino que el vehículo que debería ayudar a hacer más llevadero el trayecto se convierte en algo más por llevar en un camino poco amigable.


     Viajar en un automóvil particular, además de que contradice a la gran mayoría de los anuncios con los que se pone a la venta (pues no carece de otros vehículos estorbosos y otras personas que no suelen salir en las fotos con las que se promueve la compra de vehículos) se convierte en un constante penar por los costos a pagar: el vehículo, su combustible, los ruidos, los obstáculos, las reparacciones, los otros vehículos que hacen ruido, que no avanzan, que pretenden avanzar sobre el vehículo que se ocupa, que a veces lo abollan y que incluso se incrustan y golpean a los ocupantes.
A veces pensamos que nuestras penitencias se deben a los pecados propios, a veces echamos la culpa a los planeadores, a los constructores, a quienes dejan estorbos en el camino, a quienes transitan los mismos caminos a ritmos disitintos que el propio.

      Lo que no sabemos es cuándo podrán acabar esos castigos. Mientras tengamos que ir de un lado a otro de nuestras ciudades, seguiremos pagando por los pecados propios y ajenos. De nuestras vidas y de las generaciones que nos antecedieron y las que están por venir.