martes, 29 de mayo de 2007

Guadalajara: ciudad deteriorada






Dicen los que narran, que el cuento va más o menos así: llegó Cristóbal de Oñate a estas tierras que dio en llamar Nueva Galicia, territorio que en delante tendría de vecinos a Nuevo León y a la Nueva Vizcaya. Como todo era novedoso, el gobierno de esta parte del mundo estaría en manos de la Nueva España, aunque también se decía que en Guadalajara y en su Audiencia. Pero era la Nueva España donde se situaba la ciudad imperial de Tenochtitlan y todo indicaba que era mejor como centro del control de la colonia española. Sería en esta ciudad en donde don Miguel Hidalgo declaró la independencia en 1821, aunque no quedaba claro de qué y ni para qué, pues todavía en estos días del siglo XXI no parece que esta parte del mundo sea muy independiente de las demás. La declaración hacía juego con una guerra desatada en España por la que se pretendía que la península fuera independiente de Napoleón, de ahí la etiqueta de “Guerra de Independencia”, nombre que luego los criollos de este lado del Atlántico copiarían para su propia guerra y para mayor confusión histórica y para aumentar el número de niños reprobados y confusos en esta gran ciudad.

Entre las ideas de Oñate estaba fundar ciudades a su paso para que éstas sirvieran de apoyo a las actividades económicas, principalmente la minería de la región del Potosí, de Guanajuato y de Zacatecas. Por eso, una ciudad que reprodujera en este continente otro nombre más de los existentes en el viejo continente le daría fama y sustento. La leyenda tapatía señala que antes de llegar a este valle Guadalajara se asentó en otros lugares hasta que doña Beatriz Hernández, ceñuda y asertiva, si hemos de creer al escultor que puso su imagen en la plaza fundadores, decidió que sería este valle de Atemajac la sede definitiva de lo que hoy es Jalisco.

Seguramente esta ciudad tuvo mejores momentos y mejores gobernantes que los de años recientes, pues en siglos pasados se construyeron obras que dotaron de agua y drenaje a la ciudad y hasta la convirtieron en un importante “polo de desarrollo” y hasta de atractivo turístico. Como ya sabemos, los políticos y constructores de las últimas décadas mejor se han dedicado a servir a los intereses de los distribuidores de autos, vendedores de seguros contra accidentes, constructores de puentes y túneles, que a velar porque los ciudadanos literalmente de a pie mejoren su calidad de vida. En esta cada vez más ruidosa y RUINOSA ciudad, los árboles en sus escasos parques, lotes baldíos y camellones, crecen tan sólo con la ayuda divina que manda salvíficas lluvias y este crecimiento se da incluso a pesar de los vecinos y autoridades.

Ya dormidos en los laureles de la ciudad, los tapatíos y los políticos que viven de nosotros, parecemos olvidar que es necesario, de vez en cuando, dar mantenimiento a las calles, sembrar árboles, controlar a los que quieren aprovecharse de la candidez ajena y evitar que cometan desaguisados, pintar las fachadas, limpiar y ordenar nuestro entorno. Poco a poco los coches se han comido los espacios de las aceras, a las que llamamos banquetas, quizá en recuerdo de las épocas en que era posible sentarse junto a la calle sin peligro de perder extremidades y vida (“life and limbs” dice el dicho en inglés) arrollados por algún bólido dedicado al transporte privado (tan privado que suele llevar tan sólo un chofer-pasajero) o supuestamente público, pero que más bien es para beneficio de unos cuantos que se aprovechan de la necesidad de traslado de miles de habitantes.

Entre las prisas por salir de un embotellamiento y llegar al siguiente para luego llegar, cansados, irritados e irritables a nuestros destinos en la urbe y las prisas por resolver los asuntos trascendentes y banales de nuestras vidas urbanas, poco hacemos por atender al entorno en que nos movemos. Y para muestra algunas imágenes que muestran de qué manera ni nos aprendimos muy bien “el cuentito” del mito fundador, ni conocemos la saga de esta ciudad, ni estamos dispuestos a entrelazar una mejor historia para heredarla a los tapatíos y jaliscienses del futuro (si es que esta aglomeración tiene todavía alguno). Nos conformamos con este presente que no es ciertamente digno de considerarse un regalo por el que mostremos interés en conservar y bien-tratar. Parecería que a esta pobre ciudad le sucede lo mismo que a Homero Simpson cuando declara que “si no fuera por la mala suerte, no tendría de ninguna”. Los tapatíos hemos tenido la mala suerte de vivir en los jugos, los humos, los polvos, la basura, la estulticia y demás consecuencias de nuestra propia apatía.

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