martes, 20 de mayo de 2008

Lo único bueno



Mi suegro devela a mi hijo la verdad y le informa que él es “lo único bueno que ha tenido tu padre”. El nieto interpelado todavía no se da cuenta cabal del significado de lo que otros dicen, pero es probable que comience a darse cuenta de que la inmediata atención de los adultos a su alrededor es una medida de su propia calidad. Yo mismo había ignorado durante décadas el significado de palabras como “lo bueno”, “lo bello”, “lo verdadero” y otra serie de expresiones tan caras a los filósofos que tanto se esfuerzan en llenarlas de significados. Sin embargo, los lectores aficionados no solemos llegar a comprender tanto como los profesionales de la conceptualización quisieran hacernos advertir.
Ante mis amigos filósofos profesionales, sin embargo, sigue viva la discusión acerca de cómo definir lo bello y si la belleza se encuentra en lo ojos del observador o se trata de una cualidad de lo observado. Ignorante de los vericuetos argumentales de ésa y otras disciplinas encargadas de tales discusiones, declaro que de hecho el asunto está ya zanjado pues mi hijo demuestra que se puede ser “objetivamente bello”, independientemente de que yo sea padre del ser que se convierte en la medida universal de la belleza. Por extensión me ha dado en pensar no sólo en que las pobres niñas se enamorarán de mi cachorrito en cuanto empiecen a frecuentarlo en el jardín de niños, pues, según mi “objetivo” razonamiento, es claro que también se puede ser “objetivamente bueno” (como se insinúa en la declaración de mi suegro) y “objetivamente cautivador”.
Mientras los filósofos siguen discutiendo asuntos que el nacimiento de mi hijo ha dejado ya resueltos, son ahora las cuestiones de la vida práctica y cotidiana las que faltan por resolver. Algo que va más allá de la idea de que entre mi esposa y yo acabaremos de pagar la deuda que contrajimos para comprar una casa en la que cupiera nuestro cachorro cuando éste ya casi termine la licenciatura (suponiendo que decida seguir el camino de los títulos universitarios y no repita demasiados grados, en cuyo caso podríamos terminar antes que él). Esas ideas “trascendentes” incluyen la preocupación por el menú matinal, por ver los adelantos cotidianos en estatura y peso pero que no salgan todavía los dientes, la inquietud por la manera en que sus habilidades crecientes se convierten en peligros para él mismo: ¿se caerá cuando comience a girar, gatear, caminar, correr?, ¿se enfermará cuando comience a comer el polvo y la tierra que encuentre y recolecte en su camino?, ¿se golpeará?, ¿sufrirá? Por supuesto que la respuesta a todas esas angustias es siempre afirmativa, pero los padres y madres al menos en teoría intentamos que el grado de las caídas, enfermedades, golpes, sufrimientos, además de los raspones, fracasos, resbalones, no sea impedimento para llegar al próximo descalabro, con todos los pequeños éxitos que habrán de antecederle.
Y además están las otras preguntas que a los padres nos vinculan con los filósofos de otros lugares y momentos: ¿podré vivir hasta que llegue a la escuela primaria?, ¿podré conocer a mis propios nietos?, ¿será mi hijo tan lento como yo fui como para espetarme la injusticia que yo cometí con mis padres al no tener hijos cuando todavía estaban en su juventud?, ¿o será acaso tan egoísta que comience a producir descendencia antes de poderla alimentar, vestir, apreciar y angustiarse terriblemente por ella de modo que sean los abuelos los encargados de acabarse las uñas y el sudor del semblante?, ¿tendré la salud, la energía, el tiempo, las ideas y los ingresos como para hacer de este ser, el más hermoso y bueno del universo, una persona de bien?, ¿se convertirá en un premio Nóbel de alguna disciplina todavía por inventarse?
He ahí el problema de al fin tener algo bueno: hay que pensarle mucho para encontrar las maneras de que ese ser también desee seguir en posesión nuestra sin renunciar a sus aspiraciones y derechos a la autonomía y para perfeccionar lo que ya con sólo verlo sabemos totalmente perfecto e irrepetible. A un grado que nos hace afirmar, con toda la razón y a la vez con todo el olvido de que también en otras latitudes y en otros afectos se genera ese mismo razonamiento, el gusto que nos da el habernos encontrado con el ser humano más perfecto que se haya concebido jamás.
Ha de ser por eso que, como dice mi amigo Alfonso, los padres insistimos en creer que los hijos son muy avispados sólo porque tiemblan cuando tienen frío, sudan cuando tienen calor, lloran cuando tienen hambre, duermen cuando tienen sueño. Qué inteligentes son que logran utilizar los mejores mecanismos, probados ya por millones de humanos, para comunicarse con las generaciones previas para entrenarnos en su supervivencia.

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