miércoles, 6 de enero de 2016

Habitantes de las ciudades ¿Por qué nos vemos obligados a hacer política?

Habitantes de las ciudades ¿Por qué nos vemos obligados a hacer política?

Por: Dr. Luis Rodolfo Morán Quiroz



La política: qué es, cómo se hace, cómo se inhibe.

La humanidad suele distinguirse por su doble capacidad de “hacer cosas” y de “hacer que las cosas sucedan”. Por lo general, son los trabajadores manuales quienes hacen las cosas directamente, mientras que los trabajadores intelectuales se dedican a diseñar modos de hacer que sucedan las cosas. Es la acción política la que se encarga de promover que se hagan cosas o la que promete o amenaza con hacer determinadas cosas como consecuencia de lo que hacen o dejan de hacer los demás. Este “poder” para que hacer y para que se hagan las cosas no está distribuido uniformemente y hay quien se especializa en una de estas grandes áreas y otros que se especializan en la otra. En esta división del trabajo, son los administradores y los políticos quienes se aseguran de hacer que los trabajadores hagan las cosas.

La especialización y la profesionalización han dado lugar a la existencia de “políticos profesionales” que no necesariamente saben cómo se hacen las cosas en los ámbitos de la acción concreta, sino que su saber suele enfocarse en la gestión para conseguir recursos materiales y financieros, además de la generación de procesos para la selección y supervisión de quienes los aplicarán. Esta profesionalización, que en algunos de los textos clásicos de las ciencias sociales se denomina burocracia como “administración racional” de los recursos materiales y humanos (cfr. Max Weber) deriva en que sean unos cuantos políticos de carrera los que se abrogan la función de hacer que las cosas sucedan, mientras que adjudican a otros la tarea de hacer las cosas directamente.

Esta profesionalización de la tarea de los políticos ha derivado, en una buena parte de los casos, en un distanciamiento entre las necesidades sentidas por quienes andan “a pie” y quienes recorren las demarcaciones socio-políticas desde las alturas de las giras oficiales, los vehículos oficiales o los helicópteros: con una vista panorámica que presta escasa atención a los detalles de la vida cotidiana. ¿Cuáles son las necesidades generales más acuciantes?, se preguntan. Y suelen responder con visiones de “expertos” que no necesariamente conocen los casos concretos sino las teorías generales de la vida en el campo, en las ciudades, en los barrios, de la movilidad, de las necesidades de educación o salud. Es común que tanto los especialistas “expertos” como los profesionales de la política dejen de lado el diálogo y la vivencia de la gente “de a pie” y proponga soluciones generales a problemas particulares.

De tal modo, quienes sufren los problemas concretos suelen ver inhibidas sus posibilidades de expresión de necesidades y aspiraciones ante las soluciones que se ofrecen desde la vista panorámica de expertos que no siempre se aseguran de consultar cómo se viven determinadas situaciones concretas que ameritan la prestación de servicios, pero que probablemente lo ameritarían en una profundidad y sentido distintos a como lo plantean los profesionales de la política. De tal modo, las vivencias y expresiones de quienes hacen las cosas con frecuencia se ven inhibidas por quienes tienen el poder, real o percibido, de hacer que se hagan las cosas. En ocasiones esta participación en la expresión de necesidades y aspiraciones se inhibe por el temor propio, derivado de amenazas presentes o potenciales, de las acciones que se pueden desencadenar de parte de los profesionales de la administración y de la política.

En cierto sentido, esta amenaza de generar acciones contra quienes no están de acuerdo con determinadas formas de administrar los recursos para el supuesto bien común, deriva en apatía, insensibilización y en falta de participación en los asuntos políticos de nuestros ámbitos locales.



La obligación de actuar y hacer política.

Pero: ¿no era la política un ámbito que supuestamente requería la participación de todos los ciudadanos? ¿No era un derecho y una obligación el participar en la tarea de hacer que se hagan las cosas? ¿Bastaría con hacer las cosas en vez de contribuir a que se hagan de determinadas maneras? Parecería, en algunas situaciones, que el derecho más visible es el de callar para no tener que ser objeto de represión por expresarse de maneras que no son del agrado de quienes se encargan de hacer que se hagan las cosas; es decir: los ciudadanos de a pie acaban por aprender que promover otras vías de acción pueden derivar en represión de parte de los ciudadanos especializados en la gestión y que se han convertido en profesionales de la política. Esa represión rara vez es directa y no es que el político vaya y confronte personalmente al ciudadano: para eso existen los partidarios (pagados con dinero o con algún otro beneficio real o potencial) y las mismas policías encargadas de “mantener el orden público”.

Surge entonces la pregunta: ¿es una obligación moral la de actuar por el bien propio y del vecino? ¿O es obligación, en cambio, la de callar y no participar ni expresar desacuerdos con lo que dicen los expertos y los políticos profesionales? Hitzler (2002) señala que eventualmente los súbditos son (somos) capaces de insubordinación. Con ello, dice, nos vemos obligados a hacer política ante la incapacidad o falta de voluntad de quienes abrazan la política como profesión. Es ése el caso de la denominada “autogestión” (Lefebvre, 1966), que puede derivar en movimientos anarquistas, de oposición a la reforma o de abierta promoción revolucionaria. Se podría añadir: o de simple participación en movimientos de reforma urbana por falta de injerencia de las autoridades oficiales. ¿Qué hacer en los casos en que el estado no se hace presente en la prestación de servicios y en la dotación de infraestructura, planes y políticas cuando los habitantes de las ciudades cuentan con que los recursos derivados de los impuestos se apliquen en sus zonas de residencia?

Aparentemente, las iniciativas autogestivas y autofinanciadas no son suficientes y es entonces cuando las prácticas de la ciudadanía se relacionan con lo que Sassen (2006: 316) llama la “producción de la ‘presencia’ de quienes carecen de poder y de una política que reclama derechos en la ciudad”. Para ella, la ciudad constituye nuevamente la escala (ya no la escala del estado) para las dinámicas económicas y políticas estratégicas. Los sujetos están presentes en las ciudades globales y ello les da acceso a recursos operacionales y retóricos, más que al recurso del poder por sí mismo. Para Sassen, el acceso a las ciudades de parte de esta población pauperizada para vivir en una casa de cartón o en una vivienda, coincide con la necesidad que tiene el capital global de acceder a las ciudades para muchas de sus operaciones. De alguna manera, ante el debilitamiento del estado como escala de lo político, las ciudades hacen visible la presencia de los habitantes delas ciudades y contribuyen a una nueva territorialización de la política y llevan a la generación de una “sociedad civil global” que incluye tanto a los pobres en el ámbito local como a los activistas en las red transfronterizas.

Los habitantes de las ciudades, sean ciudadanos reconocidos por el estado o no, o reconocidos o no por las autoridades locales como sujetos de plenos derechos a los recursos y dinámicas de las ciudades, se convierten así en factores de peso y en agentes con capacidad de actuar, en parte dada su posibilidad de “dejar de actuar”. La huelga general es una estrategia de los desposeídos que puede hacer que los gobiernos reconsideren sus propuestas a cursos de acción, a diferencia de la inercia de los habitantes de las ciudades al seguir actuando como si nada se hiciera en contra de sus derechos. La acción política completa una triada de opciones posibles (no actuar; actuar igual que antes; actuar críticamente) para los habitantes de las ciudades. Esta tercera opción puede encarnarse en instancias que van desde la simple reunión barrial para discutir problemas microlocales, hasta la de cuestionar, desde la visión de quienes no están adscritos a una población susceptible de ser controlada clientelar o corporativamente, propuestas o acciones específicas de las autoridades políticas.



Las reivindicaciones de clase.

Se ha argumentado que, en las últimas décadas, sociedades como la mexicana se han caracterizado por su polarización y la tendencia a la desaparición de las clases medias (Pamplona Rangel, 2013) y que las intervenciones desde las clases medias y universitarias se han convertido en origen de reivindicaciones “pequeñoburguesas” pues no atacan las raíces de las crecientes desigualdades y disparidades. El proletariado se hace cada vez más vulnerable y muchos de sus miembros se convierten en parte del precariado: sin acceso al poder, a una voz y a una participación como trabajadores y como ciudadanos con plenos derechos. La globalización de la producción conlleva el traslado de las operaciones económicas a puntos del planeta en que la mano de obra resulta más barata y flexible para generar mayores márgenes de ganancia que van a parar a manos de los capitalistas.

En ese contexto de desempleo de los antiguos trabajadores manuales y de pauperización/polarización social, las clases medias se han alzado como las detentadoras de una voz y de una relativa conciencia del deterioro de sus condiciones de vida. De ahí que en los llamados “distritos centrales” de las ciudades hayan surgido y se hayan manifestado movimientos en torno a banderas como el transporte en bicicleta, las movilidades alternativas, los rescates de espacios públicos, la defensa del empleo, el acceso a la economía subterránea sin  que se reprima con la fuerza del estado.

La misma complejidad de las ciudades ha requerido el aumento de los servicios públicos y el estado no siempre se hace presente para ofrecerlos: desde la recolección y clasificación de los desechos, el transporte de niños hacia las escuelas, la edificación de escuelas que incluya tanto las infraestructuras adecuadas para las nuevas tecnologías de la comunicación como la mínima protección contra los elementos, la iluminación de los caminos y calles de acceso público, la seguridad en los espacios públicos y privados, la dotación de espacios para la expresión religiosa, para el ocio y para el estudio, entre otros. En años recientes, han sido las capas profesionales y las clases medias las que se han abocado a gestionar, exigir o construir las condiciones para la prestación de estos servicios en las ciudades. En algunas secciones de las ciudades, esta participación ha sido clave para que se instituyan estos servicios; en algunos casos, la competencia por los recursos escasos se ha inclinado a favor de los grupos más proactivos, mientras que en otros más, las decisiones de los actores políticos se han inclinado a favorecer a quienes se opongan menos a sus decisiones y estén dispuestos a apoyar algunas de las acciones subsecuentes de los políticos profesionales.

Aun cuando los controles clientelares de décadas pasadas en la sociedad mexicana ya no prevalecen tanto en la actualidad, algunos de las propuestas y acciones de los políticos profesionales se centran en favorecer a aquellos grupos que no las cuestionen y a reprimir a quienes sean críticos de ellas.



La urbe de la complejidad.

La ciudad, como un conjunto de problemas complejos, no constituye un conjunto similar de dificultades para todos sus habitantes. El mismo espacio es diferencialmente complejo, según la clase social, la condición física, la edad, la preparación académica, la historia personal, el género, la conformación familiar.

De tal modo, en distintos momentos se cuestiona o se alaba a quien toma las decisiones sobre infraestructura y prestación de servicios urbanos. Y por otra parte, hay quienes toman decisiones acerca del uso y duración de la infraestructura y de los recursos y servicios en las ciudades, que pueden estar ancladas en la duración de los periodos en el cargo de algunos políticos profesionales. En contraste, los habitantes de las ciudades, que suelen permanecer en ellas en periodos distintos de los que corresponden al cargo oficial, suelen tener una  perspectiva de la duración y el mantenimiento de la infraestructura y de los servicios que trasciende a los trienios o sexenios, a las legislaturas y a los contratos por obra determinada. Tanto los ciudadanos como quienes no gozan de derechos de plena ciudadanía, están en posibilidad de utilizar y evaluar infraestructuras y servicios en el día a día, mientras que los políticos profesionales rara vez pueden asumir esta conciencia pues, en gran parte, asumen el cargo para ya no tener que comportarse como simples “ciudadanos de a pie” y tener choferes y otros ayudantes a su cargo, que los salvan de los trámites y las tribulaciones del urbanita habitual. ¿Quién puede conocer mejor un servicio de transporte público, la trabajadora doméstica o el empresario, el estudiante de secundaria o el gobernador del estado? Es esta perspectiva del uso concreto, lo que logra poner en entredicho las decisiones “desde arriba” que hacen políticos y expertos, para que se utilicen infraestructuras y servicios “desde abajo” en la cotidianidad del ama de casa, del estudiante y del trabajador.

Sassen (2006: 315) señala que si consideramos que las grandes ciudades concentran al capital global y a la vez a una creciente proporción de las poblaciones en desventaja, las ciudades se convierten en un terreno estratégico para una serie de conflictos y contradicciones. Para Sassen, “la importancia de la ciudad en la actualidad se da como un contexto para la generación de nuevos tipos de prácticas de ciudadanía y nuevos tipos de sujetos[i] políticos que no han sido formalizados por completo”. Cabría añadir: estos sujetos políticos se constituyen en el bregar cotidiano por ciudades que para los grandes capitales o para las mismas autoridades locales son vistas únicamente desde las alturas de las decisiones de la macro-ingeniería, la macroeconomía, la visión panorámica de conjunto pero no desde la visión de las pequeñas fallas a nivel del suelo que se convierten en grandes contrariedades en los ánimos de los usuarios y habitantes de las ciudades.



Obligación moral y obligación sin escapatoria.

Ser habitante de la ciudad no es lo mismo que ser ciudadano con derechos plenos. Sin la edad legal para votar o sin las condiciones para conseguir un pasaporte, de todos modos seguimos inmersos en los complejos y diferenciados problemas urbanos. Aun cuando los “ciudadanos” tienen la obligación moral de participar en lo que concierne a la “polis”, son los “urbanitas”, habitantes de las ciudades (bien o mal o no planeadas) los que se ven obligados a vivirla, transitarla y a cumplir una obligación de la que no pueden escapar sin tener que abandonar (o ser excluidos) de la ciudad. Esa obligación no se limita a tener que asumir las estructuras y los servicios “como vienen”, sino asegurarse también de “que vengan”, es decir, que los haya o que se les construya para evitar la confrontación de los urbanitas entre sí en vez de abocar las energías en exigir a las autoridades la prestación de servicios y la construcción de infraestructuras.

Es en este sentido que algunos de los habitantes de las ciudades suelen expresar que es “más fácil” no participar en las reuniones de vecinos, para evitar las confrontaciones con personas que apenas conocen pero con las que se rozan casi cotidianamente en la calle, el mercado, el transporte público. En este sentido, algunos de los críticos de las clases medias y su marcado individualismo, señalan que las acciones de estos movimientos de acción urbana que exigen servicios e infraestructura se olvidan de atacar los problemas desde la raíz de la desigualdad en las ciudades y se centran en los interese más inmediatos de los habitantes de los barrios y los cotos en vez de incluir los intereses y ventajas de los habitantes de las ciudades en su conjunto. ¿Tienen razón quienes argumentan que ante la inmensidad de los problemas es preferible la minimización de los esfuerzos? ¿Es preferible dejar que decidan los políticos profesionales desde su perspectiva panorámica, con el apoyo de expertos con sus conocimientos técnicos?

¿Es más fácil dejar las decisiones en manos de expertos? Ante quienes argumentan que son los políticos profesionales y los expertos quienes deben hacer las decisiones y hacer que se apliquen las normas, las políticas y las acciones que llevarán a concretar lo acordado, puede argumentarse que resulta “más fácil” ser un ciudadano que se queja, que ser un urbanita que propone, ve con ojos críticos las opciones disponibles y las acciones que se generan o se permite que se emprendan.

El criterio de facilidad en el corto plazo no nos libera de mayores dificultades en el futuro. Como se ve en el caso, por mencionar un ejemplo, de haber seguido el modelo de movilidad urbana en automóviles particulares: parecería más fácil dejar que cada quien se traslade al destino y a la hora que quiera, en vez de establecer sistemas de transporte colectivo con horarios y destinos fijos para beneficio de millones de habitantes delas ciudades. Esa postura de dejar que cada quien compre el vehículo que pueda y quiera ha derivado, en las ciudades mexicanas, en grandes impactos de contaminación, deforestación, inundaciones, dispersión urbana, muertes violentas, embotellamientos y grandes costos sociales y personales para el mantenimiento de un parque vehicular cada vez más ineficiente y de grandes superficies asfaltadas.

Tomar decisiones que llevan por caminos aparentemente más difíciles y caras (y que incluso podrían verse como “antipopulares” por quienes defienden una supuesta autonomía en el transporte individual de nuestro ejemplo) pueden ayudar a evitar costos mucho mayores en el mediano y en el largo plazo. Los “expertos” y especialmente los políticos profesionales pueden argumentar beneficios más inmediatos para disuadir a quienes proponen o defienden los sistemas de transporte colectivo; con ello, apelan no sólo a la “facilidad” de la aplicación de presupuestos que competen a sus periodos en el cargo, sino también a la prestación en el corto plazo de un servicio que acaba siendo incompleto: se aprestan las calles y las señalizaciones, pero el transporte en sí, sigue corriendo por cuenta y costo de los propios usuarios, quienes no pagan por un pasaje, sino que cada vez que se transportan asumen el costo de varias veces más el costo de sus viajes. Llevan en sus vehículos de un 60% a un 80% de capacidad no utilizada, pues viajan solos o cuando mucho con su pareja o uno-dos niños, pagan en sus casas por un terreno que utilizan como estacionamiento, en sus traslados con demoras, embotellamientos y estrés, y en sus lugares de destino por otro espacio de estacionamiento. Adicionalmente, en todos los puntos, tanto los usuarios del transporte individual como los peatones, ciclistas, residentes de los lugares de paso y destino, pagan por la falta de áreas verdes, de seguridad vial y por la contaminación ambiental. ¿Era entonces “más fácil” optar por una solución más inmediata aunque a la larga más costosa?

¿Puede ser “más fácil” permitir acciones de corrupción en el uso y apropiación de los espacios urbanos y regionales en vez de promover visiones y acciones más críticas de parte de quienes vivimos en nuestras ciudades? Para Gauna (2011: 162) la beneficiaria directa del desarrollo es la sociedad civil, aunque cabría cuestionar si las acciones dirigidas al desarrollo son efectivamente (y no sólo discursivamente) en beneficio de quienes trabajan y pagan impuestos en determinados territorios.  Se sabe de algunas instancias en que la noción de desarrollo (como el nombre de dios) se utiliza para el beneficio propio y el perjuicio ajeno.

En otras palabras, no sólo nos vemos compelidos a la acción política porque en ausencia de nuestra voz algunos políticos profesionales pueden asumir que estamos de acuerdo con sus actos de corrupción o sus medidas por el camino más fácil, sino porque en ausencia de nuestra vigilancia y nuestra visión crítica, las infraestructuras, los servicios y el destino de nuestras contribuciones económicas (vía impuestos) o políticas (vía elecciones) pueden desvirtuarse o adulterarse. Nuestra obligación de informarnos y de asumir una visión crítica y proactiva se torna inevitable en la medida en que las decisiones y las acciones de los profesionales de la política no necesariamente están encaminadas a beneficiar al mayor número de habitantes de la ciudad y de la región durante el mayor tiempo posible.



Referencias.


Baumanm, Zygmunt y Leonidas Donskis. 2013. Moral Blindness. The Loss of Sensitivity in Liquid Modernity. Polity. Cambridge.

Gauna Ruiz de León, Carlos. 2011. Participación social en los procesos de desarrollo local. Universidad de Guadalajara. Puerto Vallarta.

Hitzler, Ronald. 2002. “El ciudadano imprevisible. Acerca de algunas consecuencias de la emancipación de los súbditos”. En Ulrich Beck (comp.), Hijos de la libertad. FCE. México.

Jonhnson, Neil F. 2007. Simply Complexity. A Clear Guide to Complexity Theory. Oneworld. Londres.

Lefebvre, Henri. (1966) 2009. “Theoretical Problems of Autogestion”. En Henri Lefebvre, State, Space, World. Selected Essays (edición de Neil Brenner y Stuart Elden). University of Minnesota Press. Minneapolis y Londres.

Pamplona Rangel, Francisco. 2013. Desigualdad y violencia en México, 1990-2010. Tesis de doctorado en ciencias sociales. Universidad de Guadalajara. Documento inédito.

Sassen, Saskia. 2006. Territory, Authorith, Rights. From Medieval to Global Assemblages. Princeton University Press. Princeton y Oxford.

Notas.

[i] Nótese que el término subjects en inglés puede ser traducido tanto con el término “sujetos”, como con el de “súbditos”. Sassen nos recuerda que hay algunos sujetos (o súbditos) que no gozan de plenos derechos o de plena integración en una ciudad y en una sociedad en las que pugnan por ser incluidos. Las mujeres, los inmigrantes, los habitantes de los asentamientos irregulares, no gozan de los mismos privilegios que los nativos, los varones, los habitantes de los suburbios. ¿Qué pasa cuando estos “sujetos” no reconocidos como súbditos plenos y ciudadanos con todos los derechos requieren de servicios, de espacio, de educación? Cabe recordar las manifestaciones y el desorden urbano protagonizados por los inmigrantes magrebíes y de su descendencia cuando se generaron iniciativas legales para evitar su integración como ciudadanos plenos en Francia, a principios del siglo XXI.

 

RODOLFO-MORAN

Dr. Luis Rodolfo Morán Quiroz, Universidad de Guadalajara


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Psicólogo, sociólogo, doctor en ciencias sociales. Ha realizado investigación en sociología de la religión, de la educación y de la migración. Actualmente se ocupa del tema de las decisiones morales en distintos ámbitos como la muerte propia y la ajena, la movilidad urbana y la migración, la sexualidad.


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