viernes, 10 de mayo de 2013

Los ciclistas cotidianos


No se trata de ciclistas esforzados que suben montañas, alcanzan altas velocidades y
utilizan ropa de colores chillantes mientras pedalean bicicletas de aleaciones
extravagantes, abundantes precios y escaso peso. No son ciclistas de alto desempeño
que entrenan decenas de horas al hilo, a lo largo de cientos o miles de kilómetros a la
semana y contratos con equipos y otros patrocinadores de marcas globales.
       Los ciclistas cotidianos suelen ser personas añosas de ocupaciones modestas que
les dan para vivir en el día a día: jardineros, albañiles, vendedores de canastas,
algodones de azúcar, globos, nieve de garrafa, dulces. Algunos de ellos son jóvenes que
se trasladan a la escuela en alguna colonia urbana, o a su trabajo en el centro de la
ciudad, o a visitar a sus amigos o a practicar deporte por las tardes.
      No reciben contratos a cambio de pedalear cientos y miles de kilómetros a lo
largo de los días de sus vidas. A cambio, no malgastan su dinero en veloces automóviles
de lujo, ni en comprar combustible y pagar impuestos, accesorios, refacciones y
estacionamientos. Combinan el pedaleo con la caminata y con el transporte público.
       Para algunos es cuestión de economía: sin bicicleta o triciclo, no tendrían en qué
y transportarse ellos o sus mercancías o sus instrumentos de trabajo. Algunos, lo
confiesan, quisieran “algún día” poder comprarse un automóvil, aunque sea usado,
pensando en la comodidad que podría significar no tener que pedalear durante algunos
trayectos ni tener que esperar en largas y asoleadas o frías y mojadas filas durante largos
ratos para transportarse en atestados, malolientes, bruscos e incómodos autobuses
urbanos. Algunos se dan cuenta, haciendo cuentas, de que la bicicleta les resulta más
fiel que muchas de sus amistades y más barata que muchos de sus sueños, incluido el de
“algún día” ser propietarios “aunque sea de un vochito destartalado”.

          Los ciclistas cotidianos suelen recorrer silenciosos las calles de la ciudad,
aunque algunos hacen algún ruido que anuncia sus servicios o sus mercancías, pero sin
que los acompañe el rugido humeante de algún motor glotón de dos tiempos, o de tres,
cuatro, cinco, seis, ocho o diez cilindros. Sus vehículos ocupan poco espacio y no
emiten más gases que los vapores que les ayudan a mantener calientes algunas de las
mercancías como tamales, camotes, elotes.
         Los ciclistas cotidianos no compiten contra otros ciclistas por llegar antes a la
meta, como hacen los ciclistas de alto rendimiento que entrenan para llegar en menos
segundos y décimas de segundo a las metas de una ruta previamente acordada por las
grandes marcas globales. Pero no por ello son menos competentes: algunos cargan
enormes canastas de pan sobre sus cabezas, otros equilibran instrumentos de trabajo
como tijeras, escobas, podadoras; otros más transportan papel, cartón, metal, vidrio,
plástico, hasta enormes bodegas encargadas de recibir material que a veces es
desechado displicentemente desde los autobuses, desde los automóviles o desde los
hogares y otros lugares.




        Los ciclistas cotidianos pasan silenciosos, ocupando poco espacio de calles y
callejones, casi invisibles, y por ello poco se les reconoce un derecho al espacio público.
Mientras en las ciudades se dedican amplias avenidas y holgados presupuestos al paso y
almacenaje de los automóviles particulares, en las políticas y en las acciones urbanas se
reducen o se ignoran los metros cuadrados para áreas verdes, para el paso de peatones y
ciclistas. En su invisibilidad para quien va metido entre paredes de metal y cristales, en
el aislamiento que genera el aire acondicionado o el abotagamiento del barullo de la
ciudad, algunos ciclistas cotidianos acaban sus días aplastados por algún vehículo más
veloz, más pesado, más potente, más protegido.
       A algunos se les ve con admiración: “¡Qué valentía la tuya por andar en bicicleta
en esta ciudad!”. No es la admiración que reciben los ciclistas que ganan etapas de giros
o tours, sino la admiración del temerario que no quiere arriesgar la vida, sino
simplemente conservar la cordura y el contacto con el aire fresco, un poco de actividad
que no implique quemar combustibles fósiles y calentar más el ambiente. Algunos
ciclistas cotidianos, aparte de no promover que se talen los árboles en las ciudades, son
incluso capaces de transportar y distribuir algunas plantas o, al menos, la “¡tierra para
las macetas!”

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