lunes, 10 de septiembre de 2007

Notas para el discurso matinal rumbo a la escuela

¿Por qué los niños, cuando son bebés, insisten en despertar en algún momento entre las tres y las seis de la madrugada pero en cuanto alcanzan la edad pre-escolar o francamente escolar se les pegan los párpados entre sí y el cuerpo con las sábanas? ¿Por qué a los recién nacidos les es posible detectar los días de asueto para levantarse todavía más temprano, pero en cuanto se convierten en escolares, los ataca el quinto y más sólido y gustoso sueño precisamente a las siete de la mañana?
Estas cuestiones se encuentran entre las mortificaciones filosóficas aparentemente irresolubles incluso para quienes hemos vivido esa experiencia de pasar de la infancia a la adolescencia y a la edad adulta como estudiantes: ¿por qué tenemos más sueño y la cama es más atractiva cuando es época de clases?, ¿por qué durante las vacaciones somos tan felices que incluso estamos dispuestos a desvelarnos o a dormir menos por las mañanas, pero en cuanto se acercan los días de escuela, con sus respectivas mañanas y madrugadas, el sueño nos invade cada vez más durante el día y las energías nos abandonan cada mañana al intentar levantarnos?
Incluso ahora que he acabado por convertirme en un profesional de la docencia, tras más de dos décadas de aburrir estudiantes de licenciaturas y posgrados, sigo sin comprender la relación de causa y efecto entre las épocas escolares y las seducciones de Morfeo. Toas estas reflexiones vienen a cuento a raíz de que hace unas cuantas semanas, mientras me preparaba para llevar a la hija de mi esposa a su udegeísta preparatoria, uno de mis jóvenes vecinos (tan joven que tendrá cerca de cinco o seis años) se resistía a salir de su casa. Las evidencias de que se dirigía a la escuela eran múltiples: camisa blanca, zapatos negros, llanto frente a las conminaciones del padre; incluso la hora de la mañana contribuían a hacerme sospechar que emprendían un camino muy similar al nuestro, aunque con rumbos distintos y relativamente menos avanzados que los ya logrados por mi pasajera matinal.
Aparte del constante silencio que observo en los escolares rumbo a la escuela, ya sea cuando lo hacen a pie o en vehículo de motor (observaciones que ejercí a lo largo de muchos años de vivir en una casa ubicada entre una primaria pública y un colegio particular mult-nivel, es decir, que en un solo edificio alberga desde pre-escolar hasta licenciatura), mi propia experiencia es que cuando se trata de ir a la escuela no tengo tal entusiasmo por platicar como cuando se trata del camino en sentido inverso. ¿Qué debemos hacer los padres que manejamos o que acompañamos a los propios vástagos rumbo a esos templos del saber que se supone son las escuelas y en donde lo más interesante para muchos estudiantes es la hora del recreo? ¿Hay manera de convencer a los niños en edad escolar de que ese viaje matinal tiene algún sentido presente y futuro y que no se trata simplemente de responder a una tradición que señala que porque los abuelos fueron a la escuela, también los nietos hemos de ir a ella? ¿Qué sentido puede tener ir a la escuela a determinada hora de oscuridad, en especial cuando el frescor del rocío nos impulsa nuevamente hacia las cobijas y a retomar el hilo de la historia que se desarrolla dentro de cada una de nuestras cabezas mientras tenemos los ojos cerrados? ¿Para qué apurar las cosas cuando ya nos dimos cuenta que incluso en la televisión se repiten los capítulos de las series, los noticieros o las películas más de una vez durante el día? ¿No habría manera de que mejor acudamos a la escuela cuando estemos listos en vez de alistarnos para ir a la escuela?
Ante todas estas preguntas, cada vez me convenzo más de que mi pequeño vecino tenía razones para resistirse. Quizá también mis estudiantes de licenciatura tengan razones para preferir quedarse en casa o atorarse en el parque antes de llegar a la parada del camión. Y pensándolo bien: también en los turnos vespertinos hay razones para evitar la escuela. Como aquello de que ni siquiera sepamos cuál es la asignatura de ese día, o que si acaso tenemos cierta idea de qué materias habrá al llegar a la escuela, en cambio no tenemos idea de cuáles son los temas de los que se supone que deberíamos tratar. O si sabemos de qué se trata la clase, no tenemos idea de cómo resolver los problemas que esos temas nos plantea…y a veces tampoco la tienen (ni muy mínima) nuestros compañeros de curso o los propios maestros.
Entonces: ¿cómo convencer a los estudiantes de distintas edades de ir a la escuela? Por eso estas notas: para que los padres y madres personas buenas y responsables, concientes de sus deberes para con las nuevas generaciones, encaucen a sus hijos a las aulas escolares, semanas previas a que los encausen por el hecho de no haber aprendido gran cosa, tan dormidos como llegan o se ponen una vez en el salón de clases.
¿Por dónde deben empezar los padres su discurso matinal rumbo a la escuela? ¿Por dónde podrían iniciarlo quienes transportan a los estudiantes? Estas notas podrían servir también para lo choferes de las rutas urbanas y semi-rurales con vocación parlanchina, para que las voces del pasaje no sigan los heterogéneos caminos que suelen tomar oscuritas las ocho de la madrugada y mejor todos guarden silencio ante la grandilocuencia pedagógica de nuestros sacrificados guías de la juventud adormilada.
Un discurso matinal rumbo a la escuela debe incluir 1) una introducción en la que se haga explícita la intención de convencer a los estudiantes de la utilidad de asistir a la escuela; 2) un exhorto a estudiar una vez que se llega al edificio (si lo hay, pues ya se ve que hay varias escuelas que no han logrado ni el cobijo de los vientos); 3) un listado de las consecuencias de NO ir a la escuela. Pero además, el discurso debe reiterarse con la mayor frecuencia que le sea posible al pedagogo en turno encargado de guiar a los chamacos a su escuela. Dicho esto, pasemos a las notas, oportunas y accesibles para quien deba ejercer este oficio retórico de convencer al futuro de nuestra sociedad del valor de que existan las escuelas, los profesores y hasta las bibliotecas en que se consulten repetidamente temas y contenidos que no siempre resultan de nuestro agrado personal.
1. Vale la pena asistir a la escuela porque en ella seremos felices al interactuar con nuestros compañeros. Este argumento es especialmente recomendable si el estudiante es tímido y huraño y no tiene interés alguno en platicar con sus “amiguitos” de escuela, a los que considera extremadamente bembos y aburridos;
2. Ir a la escuela es productivo porque permite que los padres salgan en pantuflas y bata, o apuradamente vestidos de manera formal, a manifestar sus pensamientos acerca de los demás conductores que les estorban en su vertiginoso camino. Aparte de las críticas a los vecinos, ésta y las expresiones de desaprobación de los maestros acerca de sus colegas una vez en la escuela, constituyen una de las mejores oportunidades para ampliar el vocabulario del escolar. Ya en el recreo y en la intimidad del hogar los profes y los progenitores se encargarán de censurar el uso del lenguaje que tan bien han aprendido los pupilos/vástagos gracias al ejemplo de los adultos. Este argumento no siempre se hace explícito por parte de los adultos, pero a veces puede bastar con mencionar que el ir a la escuela (trasladarse a ella, escuchar a los demás, estar presente en las conversaciones de los docentes), tiene efectos positivos en la ampliación del lenguaje;
3. Ir tempranito en la mañana a la escuela tiene la ventaja de que, como decía mi estimado amigo Jorge (devenido en Yoncio Feyoncio con el paso de los años y de su interacción cotidiana con los niños), “hace que te rinda más el día”, lo que equivale más o menos a lo que mi más razonable amigo José Francisco Hernández Gil solía corregir con la frase de que en efecto, levantarte temprano e iniciar actividades cuando el día todavía está oscuro hace que termines el día bastante “rendido”. Pero eso no hay que decirles a los estudiantes, pues es en parte ésa una de las partes del “currículo oculto”: que lo aprendan pero ya transcurridos los años en que podían optar por los turnos vespertinos;
4. Para mejor convencer a los estudiantes a los que acompañamos a la escuela de que ese traslado tiene sentido, vale la pena comentarles que gracias a la escuela se convertirán en profesionales (“profesionistas”, decimos en español de México) de sus más queridas aficiones y que además de ello podrán sacar algún beneficio pecuniario. Claro que la escuela se encargará de quitarles el tiempo para dedicarse a las asignaturas que más les gustan, ya sean dibujo, deportes, literatura o química, pues por todos los medios evitará que los jóvenes hagan experimentos explosivos, que canten o bailen durante la clase de cosas serias, que practiquen deportes o de que dibujen más de lo que se asigna en las clases.
Pensándolo bien, habríamos de encontrar a algún retórico suficientemente hábil como para convencernos de que el “caminito de la escuela” que alguno de mis alumnos creía que servía pare enseñar a leer, realmente tiene algún futuro promisorio en un mundo en el que las alternativas suenan mucho más atractivas: ¿para qué trasladarse a la escuela si toda la información que manejan (relativamente) los maestros ya es accesible sin moverse de casa?, ¿para qué tener maestros formales si ya hay algunos niños más informados y con mayor experiencia y habilidades expresivas que los profes que nos asigna la escuela? Ahora mi preocupación es si podré hacer que mi pobre niño, quien apenas está por comenzar sus traslados matutinos relativamente forzosos, logre creerme que abandonar las cobijas y la comodidad hogareña realmente tendrá un efecto positivo y duradero dentro de algunos años… ¿Habrá realmente algún efecto de la retórica sobre el comportamiento escolar?, ¿Tiene algún efecto productivo el ir varios años a la escuela escuchando discursos matinales de los progenitores?...
LRMQ, 10 de septiembre de 2007

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