jueves, 1 de febrero de 2007

La pasión por las bibliotecas

















Jorge Luis Borges ha dejado testimonio de su obsesión por los libros y las bibliotecas en textos como el de “la biblioteca de Babel” (http://www.literaberinto.com/vueltamundo/bibliotecaborges.htm).
Él mismo, admirador de los literatos (como Alan Poe http://www.nenos.com/miedo/poe.htm y Lewis Carroll http://www.guiascostarica.com/alicia/carroll.htm) capaces de jugar con las palabras y las lógicas, principal materia de los libros, es objeto de un poco disimulado homenaje en el personaje del libro de Umberto Eco, El nombre de la rosa (http://www.bibliopolis.org/resenas/rese0277.htm); novela en la que Jorge de Burgos, el bibliotecario de una abadía del medioevo, tiene como contraparte a Guillermo de Baskerville un personaje que a su vez constituye un homenaje a Sir Arthur Conan Doyle (http://es.wikipedia.org/wiki/Arthur_Conan_Doyle), autor de Sherlock Holmes.
Una novela más reciente, L’ombra del vent, de Carlos Ruiz Zafón (http://www.joanducros.net/corpus/Carlos%20Ruiz%20Zafon.html), vuelve a la discusión del valor actual y trascendental de los libros y replantea la cuestión de si algo puede sobrevivir de la humanidad, probablemente serán sus ideas, las que se cristalizan en el lenguaje escrito materializado en la hoja impresa.

En obras como éstas, los protagonistas se ven inmersos en acontecimientos que se suscitan dentro de las bibliotecas o de grandes “cementerios de libros”, como el que aparece en la novela de Ruiz Zafón. Cabe pensar que los humanos acaban por ser un simple accidente en los santuarios de los libros y que en realidad son los libros, los autores del pasado, las ideas vinculadas con otras épocas, quienes constituyen las principales figuras, aunque no siempre aparezcan como centrales.

Muchos de nosotros hemos tenido la oportunidad de entrar a alguna biblioteca pública y algunos privilegiados incluso a algunas pequeñas o grandes colecciones bibliográficas particulares. En mi caso, los primeros contactos que tuve con los libros se dieron en la casa materna, en donde mi padre comenzaba a acumular una gran cantidad de libros, en especial de literatura, pues los de medicina solía guardarlos, coleccionarlos e incluso atesorarlos en su consultorio. Mis tareas como niño lector siempre fueron más de las que podía abarcar, pues mi abuela María Ramos añadía sus recomendaciones a los “hallazgos” bibliográficos suscitados por las visitas al pequeño cuarto con libros de mi padre (hallazgos que sospecho no eran tan casuales, pues mi padre se ocupaba de dejar libros en casi cualquier parte de la casa y de ese cuarto con un grisáceo escritorio metálico). Mis primos, algunas visitas y sobre todo, las recomendaciones de mi hermano Roberto, me tendrían ocupado buena parte de mis tardes y noches; y todavía hoy, décadas más tarde, no acabo de leer cuanto libro me han recomendado ellos y luego los profesores de las múltiples escuelas en las que estuve inscrito (que no es lo mismo que decir “en las que estudié”, pues ello rara vez fue así. Todavía me pregunto: ¿es la escuela para estudiar o para socializar?).

La primera biblioteca relativamente seria y ordenada, aunque muy apeñuscada, a la que tuve acceso, fue la del Instituto Alemán de Guadalajara, en ese entonces en una bella casona de pisos rojos sobre la Avenida Vallarta, que contaba con unos cuantos cientos de ejemplares. En ese espacio había una sola mesa y el cuarto era de tan reducidas dimensiones que no daba cabida a más de un lector a la vez. La segunda biblioteca digna del nombre que visité fue la del Iteso. En aquel breve espacio de los primeros meses de la licenciatura, pocas veces hice más que asomarme, abrumado por la cantidad de tareas de lectura que se insinuaban en sus estantes. La biblioteca no era de “estantería abierta” y había que consultar los catálogos en pequeñas tarjetas amarillas mecanografiadas, para luego pasarle un pequeño recorte de papel cultural a Angelita o a María Elena Villa, las encargadas del ir y venir con los libros solicitados. El primer libro del que leí algunas porciones en esa biblioteca situado en la planta baja del edificio C fue uno que venía como requisito del curso de matemáticas que impartía José Luis Montiel. Ciertamente mis intentos de lectura del libro, escrito en francés y que hablaba de asuntos tan crípticos como las matemáticas y el cálculo necesarios para entender más delante la estadística, no pueden decirse que hayan sido precisamente exitosos. Sólo recuerdo que intenté leer el libro pronunciando las “erres” y las “enes” como dicta el más puro français, pero sin más éxito que darme cuenta de que mis preferencias por la verborrea de la psicología alemana me resultaban más atractivas que las nociones de teoría de conjuntos en francés.

Con el transcurso de los años he podido leer, disfrutar, comentar y hasta reseñar y luego (para mi fortuna, como bien señala Borges en su cuento “Funes el memorioso”: http://www.zap.cl/cuentos/cuento158.html), olvidar o releer como si fuera la primera vez, unos cuantos cientos de libros más. Y en el proceso he podido visitar otras librerías y otras bibliotecas y admirar lo mucho que queda por leer en esa ars longa, no sólo de las disciplinas en las que me he metido, sino también de aquellas de las que, de no ser por esas breves escapadas al interior de los estantes, ni siquiera tendría idea de que existen.

Desde mi obsesión por leer y entender más para luego olvidar más, cada vez que le preguntan a alguien que acaba de ser favorecido (real o hipotéticamente) por la diosa fortuna con una considerable cantidad de recursos pecuniarios “¿qué hará usted con el dinero?”, me imagino ser la persona a quien se le plantea la pregunta. Cada vez atajo a la verdadera persona apelada y respondo “¡una biblioteca!”. Pero hasta el momento no he sabido de nadie que haya tenido la feliz idea de dedicar su recién adquirida fortuna personal a la construcción de una biblioteca decente en mi polvoriento pueblito tapatío. Así que por eso, emulando a los turistas culturales que visitan templos en sus viajes cercanos y lejanos de sus terruños, cada vez que puedo me asomo nuevamente y algunas veces hasta consulto los estantes y los libros concretos, de las bibliotecas que se atraviesan en mi camino.

Algunas bibliotecas, como la ya mencionada del Iteso (http://www.biblio.iteso.mx/biblioteca/), la Benjamín Franklin (http://www.usembassy-mexico.gov/bbf/biblioteca.htm), antes en la calle Libertad y actualmente en el CUCEA de la Universidad de Guadalajara, o la que hoy lleva el nombre del fundador del primer centro de investigación de la U. de G., la Manuel Rodríguez Lapuente (quien por cierto, murió a los pocos meses de preguntarse en voz alta: “y ahora que tengo nombre de biblioteca, ¿a qué me voy a dedicar?”: http://www.cucsh.udg.mx/mxservcampus/htbiblio/index.php), han crecido a lo largo de las décadas en que yo en cambio me he avejentado y ejerzo cada vez con mayor dificultad mi papel de lector amateur y eventualmente profesional en las materias que me competen.

Como turista de esos espacios apabullantes del saber, aunque no siempre de mi entender, he podido visitar algunos edificios bibliotecológicos como los de las universidades de Washington en Seattle (http://www.lib.washington.edu/), de Illinois en Chicago (http://www.uic.edu/depts/lib/), de Georgetown en Washington D.C. (http://library.georgetown.edu/), de California en San Diego (http://libraries.ucsd.edu/), de Bayreuth el pueblo donde residieron Wagner y Liszt (http://www.ub.uni-bayreuth.de/), de Friburgo de Brisgovia – Freiburg am Breisgau, la de Husserl y Heidegger: http://www.ub.uni-freiburg.de/), de la Galería Nacional en Londres (ver fotos que acompañan a este texto: http://www.nationalgallery.org.uk/about/history/library/about.htm) o de El Colegio de México, en los rumbos del Ajusco (http://biblio.colmex.mx/), entre otras.

Pero, aunque todavía soy de los antigüitos que considera que pocos olores hay que superen al del papel y tinta de los libros, soy también de los concientes de que contar con almacenes de libros que no permiten se les consulte es una pérdida de recursos de todo tipo. Aparte de los genios que inventaron el botón de “mute” en los controles de la televisión, de los que inventaron el vino, el queso, los velocípedos y el Volkswagen sedán, son dignos de homenaje los que inventaron la posibilidad de acceder a las bibliotecas digitales para consultar qué se puede encontrar en las que almacenan y añejan los libros a los que eventualmente podremos acceder en su forma impresa. ¿Alguna sugerencia de biblioteca digital para añadir a las anteriores?

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